LYDA
SEGUNDA PIEL
Lyda arregló el orbe para que
el comedor se viera como parte de una casa de rancho suburbana, antes de las
Detonaciones—nunca compartiría su mundo cenizo con nadie excepto Perdiz. No lo
ve desde su reunión con Foresteed donde le dio permiso para casarse con
Iralene—¿o le instó a hacerlo? Y si ella hubiera dicho no, ¿Le hubiera
realmente importado a un hombre como Foresteed? Mirándolo ahora, piensa que se
suponía que vagaran por el cuarto, y que ella encontrara su evaluación psicológica.
En retrospectiva, era una amenaza silenciosa—institucionalización de por vida.
Ahora está bajo el cuidado de una mujer llamada Chandry, quien
está descargando un lote lleno de ovillos y agujas de tejer. –Así que ¿con qué
te gustaría empezar? ¿Botitas? ¿Un gorro de bebé? ¿Una mantita?
-¿Puedo preguntar quién te envió? -Dice Lyda tratando de sonar
dulce.
-¡Oh, es mi deber! Estoy a cargo de prepararte para la llegada de
tu pequeño bulto. –Palmea la rodilla de Lyda. –Además, tejer es relajante
¡Desteje tus problemas! –Gorjea- Tengo amigos realmente quebrados por los
hechos recientes ¡Pero no yo! ¡No con el tejido de mi parte!
O se refiere al discurso de Perdiz sobre la verdad o a los
suicidios o a ambos. -¿Eventos recientes? –Dice Lyda haciéndose la tonta.
-Ya sabes. –Dice Chandry. –Tú, de todas las personas…
Lyda, de todas las personas.
Se pregunta si la culpa de alguna forma.
Chandry empieza a tejer contándole con lujo de detalles su rápido
trabajo. Lyda interrumpe. -¿Qué hay de malo con lo quebrado? A veces es la
forma correcta en la que sentirse.
Esto hace que Chandry se sonroje, pero sigue punteando. No querría
socavar sus propios argumentos sobre el poder relajante del tejido. -¡No yo! –Dice
y sigue contándole a Lyda cómo sostener las agujas. Le da una pequeña pieza de
práctica que Chandry empezó por ella en casa. Parece ignorar el hecho de que
Lyda aprendió cómo tejer en la academia. Todas las chicas lo hicieron. Pero no
se lo dice. Pretende ser una estudiante terrible. No es que esté en contra de envolver
a su bebé en mantas hechas a mano; es que no quiere ser reconfortada—por nada.
-También te voy a dar el libro Propio
del Bebé. Puedes comenzar a escribir en él para documentar las alegrías del
bebé—¡comenzando desde la panza!
-Las alegrías.
-¡Sí! ¡Las alegrías! Historias tiernas. Ya sabes… ¡Tal vez ansías
batidos de frutilla! Podrías escribirlo en el diario ¡Estas son cosas que un
día tu niño querrá saber sobre su experiencia fetal!
Lyda ansía tener ceniza en su piel. Ansía cazar en el bosque al
crepúsculo. Ansía el desconocido retumbar de un Terrón—la tierra temblando
debajo de tus pies. No dice nada. Si cría a su hijo en la Cúpula, ¿Alguna vez
será capaz de contarle todo esto?
La pantalla de la TV está en blanco. Vio demasiado de las noticias
que están febrilmente lanzando el entusiasmo sobre el compromiso entre Perdiz e
Iralene por los aires, mientras reportan que todo lo demás está bien. No
mencionan las peleas callejeras, los suicidios. En su lugar, hay imágenes del
novio y novia tomándose de las manos y sonriendo.
Chandry le atrapa la mirada en la TV. -Oh, cariño. -Dice. -No
quieres ver qué hay en esa vieja caja
parlanchina. Lo sabes. -Y le sonríe con profunda simpatía molesta.
Lyda quiere darle una cachetada. No quiere su simpatía. Enrolla su
pequeña tira de tejido, toma las agujas y la bola de hilo y se los devuelve a
Chandry. -Ya no quiero hacer esto.
-¿Te sientes enferma? ¿Ansías un batido de frutilla? -Sonríe.
-Me voy a mi cuarto.
-¡Sí! -Dice Chandry. -Debes recostarte un rato.
Lyda agarra el orbe y camina hacia su pieza, cierra la puerta
y lo programa en cenizas. Se acuesta en
la cama y mira el techo.
No le podía decir a Perdiz que no fingiera su casamiento. Las
estúpidas sesiones de foto podrían, de hecho, salvar vidas. Pero aun así se
siete frágil, como si estuviera hecha de fino cristal. Podría quebrarse.
Recuerda sentirse de esta forma como estudiante en la academia, pero no fuera
de la Cúpula—no entre las madres, cazando en el
bosque ¿Va, toda su dureza, a erosionarse? ¿Está destinada a ser la
persona que solía ser dentro de la Cúpula? ¿Es que la definió solamente dar un
paso dentro?
Cuando escucha a Chandry hablándole al guardia y la puerta del
departamento cerrándose nuevamente, camina en círculos por su habitación
buscando algo ¿Qué? Primero que nada quiere hacer arte—no algo dulce como una
vieja ave de alambre. No. Quiere hacer algo resistente, que dure.
Cuando abre el armario, encuentra perchas de alambre. Las saca y
las deja caer al suelo—que se ve hollinado y manchado.
Recuerda las estúpidas esteras para sentarse que la tuvieron
trenzando con tiras de colores cuando la encerraron en el centro médico, cómo
tejía y destejía la suya en solitario. Se sienta entre las perchas y las estira
para que se suelten las puntas de cada una. Las endereza y empieza a trenzar.
¿Qué está tejiendo? No está segura. Simplemente urde sin cesar
hasta que el metal forma un gran rectángulo. No la tranquiliza, lo que es
bueno. La hace sentirse vital, en control. Todavía puede ver a Perdiz en la
cámara de su padre, las fotos de su familia perdida desparramadas a su
alrededor. Sigue amándolo—asesino y todo. Pero después de ver su evaluación
psicológica, su deseo por salir aumentó. Quiere estar allí afuera en el
mundo—comoquiera que se viera, sin importar lo salvaje y sin domar. Incluso si
todo se solucionaba e Iralene desaparecía para poder ocupar ella su rol—Perdiz
le prometió—no puede quedarse aquí y ser la esposa feliz, usando perlas,
tejiendo botitas, escribiendo en libros de bebés. Esa noche cuando ella y Perdiz
yacieron juntos bajo su abrigo en el marco de una cama de bronce en una casa
sin techo, con sólo el cielo gris sobre sus cabezas, él quería que fuera con
él. Ella se negó. Aunque esta vez lo convencería a él de que viniera con ella.
Esta vez, se mantendrían juntos. El bebé los mantendría unidos ¿O no? Eso es lo
que los bebés hacen. Unen familias.
Su padre vio el fin ¿Previó cómo, eventualmente, habría tan poco
de qué vivir? La gente se amontonará y hará guardia y después robarán y
pelearán y matarán por lo que queda. Son todos animales. No quiere ser uno
encerrado.
Sigue tirando de los alambres, apretando el tejido hasta que sus
dedos están demasiado rígidos para continuar. Sostiene en alto lo que se ve
como un escudo tejido—hermoso, fuerte, pero también flexible. Se para y camina
hacia el espejo—oscurecido por la imagen de la ceniza. Puede ver su vago
reflejo. Presiona el metal trenzado contra su cuerpo. Su panza va a hincharse,
pero el metal es maleable. Podía ser moldeado alrededor de su estómago—no
importa qué tan grande.
Y entonces sabe qué hizo.
Una armadura.
Una segunda piel de metal.
Es arte, si nadie pregunta. Pero para ella, es también protección
y control. Es quién es ella—no alguien que teje botitas para calmar sus
nervios. Podría sentirse un poco quebrada, pero también es fuerte. No puede
apoyarse sólo en Perdiz. Debe ser capaz de defenderse. Esta es su protección.
La esconde al fondo del armario, detrás de esponjosos vestidos de
maternidad.
IL CAPITANO
ALETEO
No es sólo la ciudad. Dando
vueltas desde arriba, puede ver que todo ha sido recientemente incendiado. Las
esternías no tenían mucho que quemar, pero Il Capitano baja la aeronave lo
suficiente para ver un par de Terrones ennegrecidos arqueados, saliendo de la
tierra como peces muertos asomándose en la superficie de un estanque para tomar
aire. Los otros Terrones están en silencio, como si les asustara alzar la
cabeza.
Atraviesa los fundizales, que están vacíos. La selva de gimnasios
de plástico ya se había fundido en manchas, pero algunas de las casas que
habían sido parcialmente reconstruidas habían sido destrozadas de nuevo por los
incendios. Los toldos aletean en los fuertes vientos. Los cuarteles de la ORS y
el bosque cercano donde él y Helmud habían cazado por años, siguen humeando,
perdidos en grandes nubes grises e hinchadas.
El puesto fronterizo que fue en algún momento un internado debe
ser el peor—las tiendas de los sobrevivientes están negras y habían colapsado
sobre sí mismas como puños cerrados. La piedra del edificio sigue de pie, pero
el fuego había engullido a la edificación misma. Se acerca lo suficiente para ver
que sigue habiendo gente allí, aturdida y buscando a quienes perdieron. Solo
unos pocos miran hacia arriba al escuchar el zumbido del motor. Pero no se
refugian. Simplemente se detienen y alzan sus rostros hacia el sonido. La
pequeña cabaña donde Pressia ayudó a Bradwell a recuperar fuerzas sigue allí,
pero el techo había cedido y los árboles a su alrededor que tenían ramas que
los sostenían contra el suelo como raíces, son sólo troncos achicharrados.
Aquí y allá, incluso las más pequeñas estructuras ardieron o
siguen lanzando humo—las casetas de pastores y recolectores, cobertizos, los
techos de madera de altares hechos manualmente, los postes alrededor de
cementerios. Humo sube en ráfagas, temblando, al cielo, arremolinándose en los
terrenos como sábanas masivas.
Poco después de recoger a Hastings, éste caminó hacia la cabina de
control para preparar a Il Capitano para la devastación. Le contó las historias
de aquellos que lograron llegar a Crazy John-Johns. Il Capitano asintió. -Algo
que conozco es la asolación, Hastings. No te preocupes.
-Preocupes. -Había dicho Helmud, y tenía razón. Nada podría
haberlo preparado para esto. Su hogar siempre había estado quemado y lleno de cenizas,
pero luchando para volver. Y ahora es como si toda la vida y energía y fuerza
que costó reconstruir se había esfumado.
Ve un campo vertiente donde los adoradores de la Cúpula, hace un
tiempo, construyeron una hoguera por su cuenta. Ido. Todo. Allí es donde
aterrizará la aeronave.
Desciende más y más, hasta que finalmente le grita al resto.
-¡Sujétense para el aterrizaje!
-¡Sujétense! ¡Sujétense! –Grita Helmud y se agarra de Il Capitano con
tanta fuerza que el mayor debe tirar los hombres hacia fuera para tener
suficiente movilidad para trabajar los instrumentos.
-¡Afloja, Helmud!
La nave planea y luego se sacude mientras empieza a descender. El
suelo está llegando demasiado rápido.
-¡Afloja! –Grita Helmud. -¡Afloja!
Il Capitano va un poco más lento, pero los motores suenan débiles.
No quiere que el motor se pare. Así que deja a las Buckies tomar más aire—demasiado.
La aeronave cae. Una de las patas de aterrizaje golpea el suelo, acanalándolo y
esparciendo un penacho negro de ceniza. La nave baja su otra pata y también derrapa.
La máquina se inclina hacia delante sobre sus dos piernas delanteras, vacilando
por un momento con la nariz colgando justo por encima de suelo, antes de
sacudirse hacia atrás, sobre sus cuatro prolongaciones, sólidamente.
Il Capitano suspira silbando. Helmud le hace eco.
Escucha abrirse la puerta de la cabina. Deja a los otros salir de
un salto. No tiene apuro para ver más. Se toma su tiempo apagando los motores.
No sabe cuándo volará de nuevo. Palmea la pared de la cabina de mando.
-La extrañaremos, ¿O no, Helmud?
-Extrañar. –Dice Helmud, como si ya estuviera listo para salir
adelante. Siguen al resto al suelo, que está duro por el frío. No hablan ¿Qué
demonios podría alguno decir? El humo que los rodea es tan espeso y oscuro como
la niebla de Irlanda era blanca. Le arden y lloran los ojos. Se cubre la boca
con la manga.
Pressia da una vuelta, tratando de comprender la destrucción a
través de las bandas de humo. –¿Dónde están Wilda y el resto? ¿Cómo vamos a
encontrarlos siquiera?
Bradwell extiende sus anchas alas y se envuelve con ellas—sólo se ve
su rostro, su barbilla sobresaliendo. Il Capitano siente como si sus piernas
fueran a ceder, y Helmud parece repentinamente tan pesado en su espalda que descansa
sobre una rodilla.
Hastings tiene una postura firme, balanceando su peso entre su
pierna real y la prótesis. Finalmente dice. –Este verano, compré libros para
todo el ciclo escolar.
Al principio, Il Capitano no sabe por qué diría algo así ahora,
pero entonces Bradwell dice. –Recuerdo dar esas lecciones de Historia
Eclipsada. Lo tenía todo claro. Sabía qué hacía y por qué. –E Il Capitano
entiende. Están preguntándose qué demonios le pasó a todo lo que una vez
supieron que era verdad.
Pressia dice. –Hacía juguetes a cuerda. Algunas veces aleteaban,
pero nunca logré hacerlos volar.
Il Capitano dice. –Yo tenía este diario. Probaría bayas en los
reclutas para ver cuáles eran venenosas. Tenía un sistema. Dibujaba en él. Era
bueno en eso.
-Era bueno. –Dice Helmud, como para resumirlo. Una vez, hace mucho
tiempo, antes de las Detonaciones, todos eran buenos. Il Capitano siente un
ataque de ira más fuerte que cualquiera que haya sentido antes. Golpea el frío
suelo con sus puños. Siente el deseo de venganza pulsando en él.
Bradwell es el primero en decirlo. –Tirémosla abajo.
Il Capitano dice. –La bacteria es un regalo. Nos dieron un regalo. –Puede sentir el cosquilleo de
la gruesa cinta sosteniendo en su lugar a la caja protegiendo a bacteria.
-Un regalo. –Dice Helmud.
-No. –Dice Pressia. –Debemos hablar con Perdiz. Algo fue mal. No
haría esto. Lo sé.
Esta vez tiene a alguien que la resguarde sin vacilar. –Perdiz
nunca dejaría que esto pase. –Dice Hastings. –Lo conozco. Éramos amigos.
Créanme.
-Eran amigos. –Dice Il Capitano. –Conozco el poder por mano propia. Sé
qué puede hacerle a tu cabeza. Sales del otro lado retorcido.
-Retorcido. –Dice Helmud. Sabe de qué habla su hermano. Llevaba en
consecuencia la quemadura.
Pressia dice. –Debemos tratar de entrar. Apeguémonos al plan.
-Ese nunca fue mi plan. –Dice Bradwell.
-Bueno, fue el mío. –Dice la chica.
Bradwell camina hacia ella. -¿Lo hueles en el aire? ¿Sabes de qué
es ese olor?
Mira a Il Capitano y Helmud, después a Hastings. –Humo.
-No.- Dice Bradwell. -¿Qué hay dentro de ese humo?
-No. –Dice Il Capitano
-Pelo y carne. Eso es lo que arde, Pressia ¿Cuántas veces vas a
perdonar? ¿Cuántas veces caerás en la trampa al pensar que podemos razonar con
ellos? Son asesinos. Perdiz está, o demasiado débil para detenerlos, o es uno
de ellos. De cualquier manera…
-También eres el hijo de tu padre, Bradwell. –Le dice Pressia. –Y
de tu madre. Ellos no trataban de matar a Willux. Creían en la verdad ¿Era su religión,
no? Tú lo dijiste. Creían que liberaría a la gente ¿No lo crees?
Bradwell cierra los ojos y deja a sus alas atrapar el viento y
abrirse un poco en su espalda. –No. –Dice. –Ya no sé en qué creo.
Pressia se mete la cabeza de muñeca debajo del mentón y se cubre
la boca con la mano. Dice. –Puedo ir sola.
-Mantengámonos juntos, por ahora. –Dice Il Capitano. –Al menos
hasta que sepamos a qué nos enfrentamos, hasta que nos orientemos.
-A qué nos enfrentamos. -Dice Helmud con miedo.
Pressia no parece convencida.
Il Capitano trata desde otro ángulo. –Hay gente que nos necesita
aquí, Pressia. Quieres ayudarlos ¿Correcto? Quieres encontrar a Wilda y a los
otros niños, ¿No?
Ella mira el rostro de la cabeza de muñeca. La inclina para que
cierre los ojos ¿Tiene miedo de que estén muertos? ¿Tiene miedo de que sea demasiado
tarde para llevar la cura a la Cúpula, encontrar a los niños, salvarlos?
-No puedo dejarte entrar a la Cúpula. –Dice Bradwell. –No puedo
dejarte ir.
Il Capitano mira a Pressia. Puede decir que está sorprendida. Mira
a Bradwell, luego a Il Capitano y Hastings, después aparta rápidamente la mirada
¿Está Bradwell confesando algo aquí—relacionado con el amor? Il Capitano se
siente enfermo.
-Antes de irnos. –Dice Pressia. –Había viajado la palabra de que
el Cap levantó tiendas médicas en la ciudad. Una vez quemado el puesto
fronterizo, ese sería el lugar más lógico para llevar a los niños.
Las tiendas médicas se han ido. Esa es la verdad pero Il Capitano
no lo dice. Quizás Pressia lo sabe o tal vez vive de la esperanza. –Está bien.
–Dice él. –Empecemos por allí.
Pero sabe que probablemente sólo se compró un poco de tiempo antes
de que ella los deje a todos para seguir su propio camino.
PRESSIA
LLAMANDO, LLAMANDO
Pressia ya había decidido
dejarlos. Cuando fuera el momento correcto, se escabulliría. Es más fácil de
esta forma. Sin discusiones. Sin peleas. Debe encontrar a Perdiz. Debe conocer
la verdad.
Cuando Bradwell le preguntó si sabía qué era el olor en el viento,
quiso darse vuelta y golpearlo. Recuerda el olor a carne y cabello quemado de
los días en los que la ORS estaba en el poder, tan bien como de su niñez
temprana—de las Detonaciones. Había embotellado las memorias por tanto tiempo,
pero ahora recuerda los incendios, peor que estos porque a aquellos los
provocaba la radiación—¿O era que las explosiones hicieron todo susceptible a
volverse yesca? Los ciclones de fuego partieron todo, llevaron a gente hacia el
agua—personas ya medio muertas. Su abuelo la había sostenido contra su pecho y,
en una pierna, se arrastró por los restos. La ayudó a trepar y atravesar un río
taponado de muertos.
Pasaron por el río mientras volaban. En sus bordes había hielo,
una orilla blanca. Pressia recordó cómo fue casi ahogarse en él—la fría oscuridad
a su alrededor, ese sentimiento de ser salvada, alzada por manos que no podía
ver ¿Lo vio Bradwell fuera de su ventana—el lugar donde casi mueren congelados?
¿Recuerda el sentimiento de sus pieles tocándose? Ella lo hace. Nunca lo
olvidará. El recuerdo hace que su piel se sienta caliente.
¿Y luego Bradwell le dijo que no podía dejarla ir? Sólo se refiere
a que no la dejará irse. Le está diciendo qué puede o no hacer. Él la miró una
vez, después, más tarde, de nuevo. Pero Pressia pretendió no notarlo. Si no
puede perdonarla, debe endurecer su corazón ¿o no? Debe hacerse de acero.
Mientras tanto, hace su plan.
Por supuesto, no puede sacudirse la pregunta que late en su cabeza—¿Perdiz hizo esto? Le hace eco con cada paso. Tiene que confiar en
Perdiz ¿En qué más puede creer? Ve una fila de árboles torcidos y quemados en
la distancia ¿Los vio alguna vez antes? Sabe que sí. Pero ahora han sido
reducidos a rayos carbonizados. Se siente más vieja. Los árboles muertos, como
monumentos a la destrucción, sobresalen para ella individualmente. Cada uno
sufrió por su cuenta. Cada uno ha sido forzado a ser algo que nunca se supuso
que fuera. Cada uno es ahora parte de una pérdida mayor.
Caminan por entre los árboles hacia la ciudad, usando los restos
como refugio. Las plantas parecen cactus. Desnudas. Aisladas. El cieno entra en
los troncos del lado prevaleciente al viento. Los sistemas de raíces de araña
volteados verticalmente agarran lo que atrae el viento—mayormente basura y podredumbre
que vagó por estos páramos buscando descanso, un lugar donde parar, un final a
todo. Mira por entre las ramas bajas, buscando el movimiento de cualquier
figura o algún borrón de color. -Hastings, -Dice cada algunos minutos. -¿Algo?
Sus sentidos han sido codificados, pero el humo en el aire limita
su visión y sentido del olfato. -Debemos seguir moviéndonos. –Dice él.
-¿Estamos siendo seguidos? –Pregunta ella.
-Son débiles. –Dice él. –Y no muchos. Sólo tenemos que continuar.
En más de una ocasión, escuchan pasos, un roce ¿Son las Fuerzas
Especiales? ¿Los están rastreando? Si son los soldados, no abren fuego.
Y luego, devuelta en el descubierto, Pressia ve rastros de sangre
en el sucio aire. Es la escena de una batalla—los restos sangrientos de cuerpos
siendo arrastrados—¿Las Madres y sus hijos o las Fuerzas Especiales? Pasan un montón
de escombros atrapados contra una berma. Tal vez allí había un camino, quizás
un estanque para almacenar agua. Pero la berma agarró todo lo que no la pasó
por arriba. Pasan un camión de basura con las luces delanteras vacías, un carro
de supermercado, losas de concreto quebradas, barras de acero, y suciedad y
ceniza y cosas irreconocibles por las explosiones. Alguien hizo el camión.
Alguien lo condujo. Alguien empujó el carrito y alguien yació el concreto. Y
allí, debajo de una mancha de barro seco, una bola aplastada. Casi puede
escuchar al niño pateándola. Esto la aplasta.
Después de un rato, se encuentran con otro desastre sangriento—esta
vez, los cuerpos de los sobrevivientes que no habían sido sacados. Los muertos
contaminan el suelo, sus extremidades, torcidas, las heridas de bala, abiertas
y oscurecidas por la sangre seca.
Siguen andando.
Una vez en la ciudad, Pressia entrevé la cruz distante en la punta
de la Cúpula. En algún lugar de estos corredores y calles escombras, dejará al
resto detrás. Pero es difícil mantenerse centrada en la Cúpula. Il Capitano
tenía razón; se está desesperando por encontrar a Wilda y los niños. No puede
irse hasta saber que están a salvo. Acercándose al área donde una vez
estuvieron las tiendas médicas, empiezan a llamar a Wilda mientras se abren
paso. La lluvia parece, al principio, un milagro, despejando el humo, enfriando
los restos, mojando todo que siga ardiendo, pero no amaina. Sólo empeora,
cayendo sobre ellos mientras buscan a Wilda y los niños, llamando y llamando
por las calles vacías. Sus ropas y botas están empapadas. El cabello de Pressia
se le pega al rostro. Bradwell la lleva mejor—sus alas lidian con el agua.
La pira para disponer de los muertos se apagó, e incluso si parara
de llover, pasaría un largo tiempo antes de que la madera se seque lo
suficiente para volver a encenderla.
Hallan un grupo de sobrevivientes cavando una tumba masiva, hay
cuerpos apilados cerca. Al menos ahora el suelo ya no se encuentra congelado y
cede un poco.
Al adentrarse en la ciudad, empiezan a escuchar gritos de nuevos
huérfanos y padres llamando a sus niños. Las quemaduras recientes y verdugones
y ampollas cubren las viejas cicatrices—una capa de dolor fresco sobre el
viejo. Pressia protege más el contenido de su mochila que nunca. El vial y la
fórmula pueden volver a hacerlos enteros, ¿o no?
-¡Wilda! –Sigue gritando Pressia, su voz uniéndose al coro de
voces llamando a los perdidos. -¡Wilda!
Hastings no se aparta de ellos para que esté claro que no es una
amenaza—quizás, incluso un prisionero. Pressia le pregunta a los sobrevivientes
si vieron a los niños. –Podría haber parecido que temblaban. Podrían haber
estado siendo llevados sobre la espalda de otra gente.
Los sobrevivientes sólo la miran ausentes y se encogen de hombros.
Pero luego Pressia ve a un hombre que reconoce del puesto
fronterizo. Tiene el brazo rociado de metal y un engranaje en la mandíbula.
-Disculpe. –Dice ella.
Él alza la vista.
-Estamos buscando a niños que estaban siendo cuidados en el
edificio principal del puesto fronterizo. Enfermizos. Temblaban y probablemente
habrán estado con enfermeras. Usted estaba allí. Sabes a quiénes me refiero.
-Idos. –Dice el hombre, el engranaje en su mandíbula hace click.
-¿A qué te refieres con—idos? -Pressia se acerca un paso. -¿Están
muertos? -Siente un incremento de miedo.
-Se llevaron a los niños en sus espaldas y siguieron ¿Quién sabe a
dónde? ¿A quién le importa? No había a dónde ir. Estaban en todas partes.
Querían asesinarnos a todos. Golpeé a uno hasta matarlo con una roca. –El
hombre se mira las manos con corteza de metal, sus dedos se curvaron como si
sostuvieran la piedra en ese momento. Sus ojos se abrieron en un instante. –Y
era sólo un niño. Era sólo un niño. Un chico muerto. Un sangriento chico
muerto. –Mira a Pressia. –Como mi propio hijo. Esa era la cosa. Se veía como mi
propio hijo—si hubiera nacido bien y hubiera vivido.
¿Hizo Perdiz esto?
-Lo siento. –Dice Pressia. –Lo siento tanto.
El hombre la mira con claridad, como si acabara de despertar. –Iban
a llevarlos a la ciudad—esos niños temblorosos en sus espaldas, aquellos
pálidos niños temblorosos. La ciudad. Por ayuda. Pero vi humo saliendo de allí
también, así que ¿quién sabe a dónde fueron? ¿Quién sabe? –Se aleja arrastrando
los pies.
Hastings, con su escucha mejorada, es bueno localizando gente
gimiendo desde los restos de cobertizos derrumbados y buscando a personas
atrapadas dentro. Se detienen y cavan, encontrando cuerpos—algunos vivos,
algunos muertos por inhalación de humo. Il Capitano trabaja con sobrevivientes
atendiendo heridas, entablillando. Mientras cava, sacando piedras y rocas,
Pressia sigue llamando a Wilda. Se vuelve una canción, una oración. Su voz está
áspera y desgastada.
Wilda. Lo grita tantas veces que ya no suena como un nombre—sólo
dos sonidos unidos y resonando una y otra vez.
Siguen andando, pasando a gente que apenas se sostiene. Ve un Amasoide
sentado sobre escombros—tres mujeres que apenas reconoce. Una está tan
gravemente quemada que no lo logrará ¿Qué le pasará a las que están fusionadas
con ella? No sobrevivirán a la muerte. Una sostiene una tela húmeda sobre los
labios de la víctima. La tercera mira hacia otro lado.
Pressia, Bradwell, Il Capitano y Hastings ayudan a llevar a los
muertos a la tumba gigante. Se inclinan contra el viento frío, sudando por el
trabajo, con las manos empezándoles a entumecerse. Ocasionalmente, uno se hace
a un lado para recuperarse. Respiran con pesadez. A veces gritan. Pero después
vuelven. Listos para seguir.
Los adoradores de la Cúpula están quebrados. No es que ya no crean
en ella. Es que la pena los envolvió. Están vacíos.
Un hombre con una pierna mal y el rostro moteado de cobre, les
dice que los muertos incluyen a las Fuerzas Especiales. –Por allí sus cuerpos—les
arrancamos las armas de los ligamentos. Incluso logramos que algunas funcionaran.
Pero mantenemos sus cuerpos cubiertos. No soportamos la visión.
Hay tres bultos envueltos en una sola sábana oscura, manchados de
sangre seca. Pressia entiende por qué no querrían ver los ojos muertos del
enemigo observándolos.
-Jóvenes los que mandan ahora. –Sigue el hombre diciendo. –Como si
se les hubieran acabado los suficientemente grandes para ser soldados y
mandaran a sus hermanos pequeños.
Pressia se imagina brazos abultados con armas demasiado grandes
para que sus delgadas figuras las sostengan.
-Con cuidado. –Dice el hombre. –Algunos siguen allí afuera. No
muchos, pero también tienen buenos ojos.
Pressia sigue llamando a Wilda mientras se mueven por las casetas
del Mercado Negro que fueron quemadas a cero, los toldos, carpas y cobertizos. Todas
las mercancías fueron carbonizadas más allá de todo reconocimiento, apiladas.
Sobrevivientes las revuelven.
Pressia escucha un gimoteo. Camina hacia una pila de rocas—lo que
solía ser una casa casera—y comienza a cavar.
-¡Hay alguien vivo aquí! –Grita y los otros se reúnen. No se paran
sobre la pila de escombros—demasiado peso. Pero toman las piedras a medida que
ella las levanta. -¡Escucho una voz! –Dice.
Las caras de Il Capitano y Helmud están manchadas de ceniza. La de
Bradwell, enrojecida por el frío. Hastings no lloró—tal vez esté programado
para no hacerlo—pero su rostro se ve perdido y quebrado.
Ella escarba más cerca del gemido ¿Va a sacar una última piedra y
ver a Wilda? Rodea la roca con las manos, hace palanca hasta que logra sacarla.
Y allí está la cara de una mujer, pálida y de labios azules—jadea
y entonces se le ponen los ojos vidriosos. Está muerta, pero luego hay un
sollozo ¿Puede ser que esta mujer sea una de las enfermeras de los niños?
Pressia dice. -¡Wilda! ¡Wilda! –Incluso aunque sabe que no puede
ser Wilda ¿o no?
Il Capitano dice. –Pressia. –Como advertencia. Tal vez sabe que su
corazón está fijo en encontrar a la niña.
Y entonces saca las rocas suficientes para ver un pequeño perro
gris—la mira con los ojos grandes, temblando. La mujer protegió al can apretándolo
con fuerza contra su cuerpo. Pressia se estira y toma al perro por sus huesudas
costillas.
Lo alza, le frota las orejas y, tan pronto como baja de los
escombros, el perro se tuerce en sus brazos y salta al suelo, alejándose
corriendo.
Sus brazos están vacíos. Siente como si el corazón fuera a
salírsele del pecho. Se sienta en el piso.
Bradwell camina hacia ella. -¿Estás lista ahora?
-¿Qué?
-¿Has visto suficiente?
Se siente mareada y enferma. –Si entro y encuentro a Perdiz y
trato de averiguar qué está pasando allí adentro, y puedo llegar a los
laboratorios y hacerlos empezar a trabajar en la cura mientras ustedes siguen
buscando… Sólo sigan… buscando… a Wilda y… -Se siente sin aliento, como si su
garganta empezase a contraerse. Se pone una mano en el pecho.
Bradwell se sostiene la cabeza con ambas manos. –Pressia, después
de todo lo que hemos visto, luego de todos estos cuerpos muertos y destrucción,
¿Quieres entrar y tratar de averiguar
qué está pasando? ¡Creo que sabemos qué está
pasando! Perdiz necesita ser detenido. Es peor que su padre—ya sea si es
demasiado débil para evitar que pase esto o él es el que lo ordena.
Ella sacude la cabeza. –Debemos tratar de hablar con él. Debemos
tratar de ayudar a los niños.
-¡Demonios, Pressia! –Dice Bradwell. -¡Wilda y los otros niños
están muertos!
El aire parece dar latigazos a su alrededor. Parpadea y siente un
pulso eléctrico en la cabeza.
Bradwell susurra. –Wilda está muerta.
-No lo sabes. –Dice Pressia, pero su voz es pequeña. Mira a Il
Capitano. –Cap, díselo.
Il Capitano mira el suelo, y ella sabe que él también piensa que
están muertos.
Se para y toma a Il Capitano de las mangas del abrigo. -¿Por cuánto
tiempo… por cuánto tiempo me lo ocultaste? Cap, dime ¿Por cuánto?
-Nunca pensé que había muchas probabilidades. –Dice él. –Pero
cuando sólo había más y más muertos…
-Cállate. –Dice ella en voz baja.
-Pressia. -Dice Il Capitano. –Deberíamos escuchar lo que Bradwell
tenga que decir. Él…
-Cállate. –Le dice Helmud,
Wilda y los niños no pueden estar muertos. Se perdieron—eso es
todo. Pressia comienza a llorar y se aleja de ellos hacia un puesto del mercado
volcado. Wilda es una sobreviviente, como ella. Si está muerta, entonces alguna
parte de Pressia morirá con ella. –No. –Dice girándose hacia el grupo. –No
saben si están muertos. No pueden darse por vencidos en la gente.
Bradwell sacude la cabeza.
-Tan solo sigamos moviéndonos. –Dice ella.
Y lo hacen, pero pronto sólo hay más muertos que atender.
Bradwell, Il Capitano y Hastings arrastran un Amasoide muerto—dos
hombres anchos—fuera de los restos. Están absortos en el esfuerzo—incluso
Helmud.
Pressia sabe que de la única forma en la que de verdad puede
ayudar a su gente es llevando al vial y a la fórmula dentro de la Cúpula. Da un
último vistazo—Il Capitan con Helmud colgándose a su cuello, el suave brillo de
las alas de Bradwell y Hastings levantando la mole del peso del Amasoide—y gira
en un corredor y empieza a caminar con rapidez. No correrá. Es demasiado parecido
a escapar. Da la vuelta en otra calle y después en otra.
Las voces de hombres y mujeres llamando a niños suenan en las
calles, sobreponiéndose. Y chicos también. Niños perdidos. Sus llamados no
encajan. Sus voces sólo parecen aumentar de volumen, más insistentes ¡Wilda, Wilda, Wilda! No puede abrir la boca y llamar su nombre. Se quebrará. En su
lugar, el nombre de la niña resuena en su cabeza.
Ve a un niño de unos doce años. Es difícil decir. Los
sobrevivientes son a menudo engañosos. Él también camina rápido, aunque una de
sus piernas parece fusionada a un tornillo, como si la unión de su rodilla
fuera parte metal y se hubiera oxidado en él, quedando trabada. Un lado de su
rostro se ve frescamente escaldado. No levanta la mirada. Cuando pasa, le dice.
–Perdóname ¿Puedes hacerme un favor?
-El mundo no funciona en base a favores. –Dice él. -¿Qué tienes?
Posee cosas preciosas—el vial, la fórmula—pero no significarían
nada para él. Hurga en su bolsillo. Saca una lata de metal. –Necesito un
mensajero.
El niño ojea la lata con hambre. -¿Cuál es el mensaje? ¿Para quién
es?
PERDIZ
PÍLDORA
Perdiz camina hecho una
tormenta por el corredor de su edificio departamental, lanzado con adrenalina.
Le gustaría golpear a Foresteed como se metió con Arvin Weed, pero eso no haría
mucho bien. Con Foresteed, debe ser racional—firme, duro, calmo.
¿Y quién demonios es Arvin Weed, de todas maneras? Weed ayudó a
hacer el asesinato posible, ¿Y todavía sigue llevando a cabo los deseos del
hombre muerto? Pero entonces Perdiz piensa en su tiempo en la cámara secreta de
su padre: ¿Él también sólo lleva a cabo los deseos de su padre?
Beckley trota para mantenerle el paso. No hablan. Perdiz le grita
al guardia en su puerta al final del pasillo. -¿Está Foresteed aquí?
-Todavía no. –Dice el guardia mientras le abre la puerta
torpemente.
Perdiz y Beckley entran a la sala, donde un doctor le da
instrucciones a una enfermera.
-¿Está Glassings aquí? –Pregunta Perdiz.
-Hola, Perdiz. –Dice el doctor.
-¿Dónde está? –Dice Perdiz, los pasa volando y camina por el
corredor hacia los cuartos.
Escucha a Beckley ordenándole al doctor que no se mueva.
Perdiz no está seguro de por qué, pero espera que Glassings haya
sido puesto en su cama. Entonces escucha un tosido cansado viniendo de la
habitación de su padre, la que mantuvo cerrada desde que llegó después de su
muerte.
Camina hacia la puerta, apoya la mano en la manija, pero no la
gira. Está congelado allí, preocupándose por un momento de si es su padre el
del otro lado. Parece todavía tan vivo que no le sorprendería encontrarlo
sentado en la cama, con almohadas gordas detrás de su espalda, leyendo reportes.
-Detente. –Dice Perdiz en voz alta. –Está muerto. Ya está muerto.
Gira la manija y abre la puerta. El cuarto está iluminado por una
simple lámpara de mesita de luz. Glassings se estremece como si esperase
extraños, tortura. Perdiz dice. –Soy sólo yo.
El rostro de Glassings está golpeado, sus brazos ennegrecidos por
los moretones. Ambas piernas han sido ahora enyesadas, levantadas sobre
almohadones para mantenerlas elevadas por sobre su corazón. El cuarto huele a
ungüentos y a limpieza con alcohol. Su respiración es superficial y cortante.
Inclina la cabeza para poder ver a través de las hinchadas ranuras de sus
párpados.
Perdiz camina hacia la cama y se sienta en la punta. Es bizarro
ver el cuerpo roto y golpeado de Glassings en la cama de su padre, su cabeza en
sus almohadas. –Te quedarás conmigo hasta que estés completamente recuperado.
Glassings abre los labios y susurra. –No me voy a recuperar.
-Por supuesto que lo harás. –Pero Glassings no parece sólo
derrotado. Se ve pequeño y enfermo. A Perdiz le preocupa que tenga razón.
-No éramos un secreto. –Dice Glassings. –Siempre supo quiénes
éramos.
-¿Mi padre sabía sobre Cygnus? ¿Sobre ustedes?
Glassings sacude la cabeza. Tose nuevamente, doblándose por el
dolor en sus costillas.
-Tómalo con calma. –Dice Perdiz. –Podemos hablar más tarde. Tienes
sentirte mejor.
-No. –Dice Glassings, su cara está afligida por el dolor. –Ahora.
Debes saber esto ahora. –Su voz es áspera, casi ida.
-Está bien. –Dice Perdiz. -¿Quién sabía?
Glassings aspira jadeando. -Foresteed.
-¿Foresteed sabía sobre Cygnus?
-Nos dejó trabajar. Nos protegió sin que nosotros sepamos.
Perdiz piensa en esa píldora en su bolsillo justo antes de matar a
su padre, recuerda tocándola con la punta de los dedos. –La píldora.
-Pensamos que la robamos.
-Pero fue más fácil de robar de lo que pensaron. –Dice Perdiz.
–Porque Foresteed quería que la robaran, que me la dieran. Quería que matara a
mi padre. –Perdiz se levanta y mira el cuarto de su padre. Se siente sin
aliento y enfermo. –Foresteed quería que matara a mi padre. Lo quería muerto, y
lo hice por él. –Escucha la voz de Beckley en la sala y después también la de
Foresteed. Está aquí por su reunión. Un golpe de calor le quema el pecho. –Tuvo
una oportunidad de quedar al mando. Y entonces, en el último minuto, mi padre
me pasó a mí el poder.
-Quiere sacarte a ti también. -Dice Glassings, estirándose y
tomando el brazo del chico con fuerza por un momento, hasta que su mano cae.
-¿Cómo lo sabes?
-Me lo dijo él mismo. No pensaba que saldría vivo. Cree… -Dice
Glassings, tratando de estabilizar su respiración. –Que serás más fácil de
tirar abajo que tu padre.
Glassings tiene razón. Willux era una central de poder protegido
de todas partes. Perdiz se siente completamente vulnerable. Aprieta los puños y
se frota la frente. Dios ¿Qué demonios va a hacer?
-Te fallé. –Dice Glassings.
-No, no lo hiciste. –Ha sido su figura paterna por un largo
tiempo. Lo recuerda de moño, como chaperón en un baile cuando se encontraron
debajo del escenario en el auditorio de la academia. Nunca tuvo el padre que quiso.
-¿Qué harías si fueras yo? –Dice Perdiz. –Dime.
Glassings sacude la cabeza. –Mis consejos no son buenos.
-Sólo dime algo… lo que sea.
-No le dejes saber que sabes. Derríbalo cuando menos lo espere.
Hazte el tonto.
Perdiz asiente. –Considerando las notas que obtuve en Historia
Mundial, eso no debería ser tan difícil.
Glassings trata de sonreír, pero su rostro está demasiado oprimido
por la hinchazón.
-Descansa un poco. –Perdiz camina hacia la puerta.
-Puedes hacerlo. –Dice Glassings.
Perdiz apoya la frente contra el borde de la puerta abierta, por
un segundo, tratando de calmar sus nervios. Escucha la risa estridente de
Foresteed ¿Dijo el doctor algo gracioso? ¿Está Foresteed riéndose de un chiste
propio? Glassings cree en Perdiz. Debe recordarlo, aferrarse a ello. No tiene
mucho más.
Está a punto de salir, pero primero tiene una pregunta. –La
píldora. Estaba designada para ser liberada por tiempo, siendo el veneno
indetectable. –Dice Perdiz. -¿Alguien la robó por ustedes?
-Sí. –Dice Glassings. –Alguien de nuestro lado.
-¿Quién?
-Arvin Weed.
-No, estás mal.
Glassings cierra los ojos y sacude la cabeza.
¿Estaba Weed ayudando porque realmente está del lado de Cygnus o
era el topo de Foresteed? Después de todo, alguien tuvo que haber estado
alimentándolo con información, y qué conveniente que Weed fue el que robó la
píldora por ellos. En cualquier caso, Perdiz golpeó a Weed en el rostro.
Recuerda su estúpida sonrisa antes de salir hecho una furia ¿Estaba Arvin
llevando a Perdiz hacia Glassings—para salvarlo?—¿Mientras trataba de dar la
impresión de ser leal a Foresteed? -¿Weed? –Dice Perdiz. -¿Seguro?
-Weed, -Dice Glassings.
PRESSIA
AVES
MIGRATORIAS
El humo se hizo más fino, pero
el aire es, como siempre, hollinado. Pressia escucha un zing cortante y un golpecito cerca de sus botas—¿Fuerzas
Especiales? ¿Francotiradores con rifles?
Corre y se agacha detrás de un tanque de aceite.
Un gruñido resuena en un corredor cercano.
Se mueve hacia el otro extremo del tanque, ve una figura cojeando
en el callejón, arrastrando una mano por la pared. Deja salir otro quejido.
Ella presiona la espalda contra el barril de aceite, consciente de que con un
barril de aceite todo empezó. Vio a un extraño siendo atacado por un Amasoide y
los distrajo arrojando su zueco a un barril de aceite. Ese extraño resultó ser
Perdiz, su medio hermano, lo que no era una coincidencia. Estaban siendo
atrapados, guiados hacia el otro, usados. No puede arrepentirse de ese
encuentro—incluso después de todo por lo que pasaron, incluso después de las
pérdidas. Todo se siente inevitable, mirando hacia atrás.
A medida que la figura se acerca al final del callejón oscuro, se
detiene—¿asustada de la luz? Se mueve como un Miserable—un paso desigual
causado por llevar algo de peso extraño alojado en el cuerpo, que es, a veces,
otro cuerpo ¿Es un superviviente?
Mira detrás de ella, buscando en los escombros alrededor de un
edificio caído señales de las Fuerzas Especiales que debieron de haberle
disparado.
Quizás el tirador escuchó los gemidos y ahora yace a la espera de
que el Amasoide o la alimaña salga.
¿Cuál la atacará—la figura en el callejón o las Fuerzas
Especiales, escondidas en algún lugar allí afuera? ¿Un poco de ambas?
Lo que sea que está en la callejuela, alza la cabeza, como si
estuviera captando su aroma. Se sacude hacia ella y se inclina a la luz. Ella
se esconde de nuevo detrás del barril de aceite, deseando tener su cuchillo.
Entonces escucha un sonido extraño—piares, tristes y hermosos.
Mira de nuevo, con cuidado, y la figura había salido a la luz—por completo. No
es una alimaña o un Armasoide o un sobreviviente, para nada.
Es un soldado, pero no Puro—no. Es pequeño y sí, joven,
recordándole a su conversación con el hombre que dijo que estos soldados eran
como los hermanos pequeños de los que habían venido antes. No es elegante o
ágil. Su musculatura ha sido inflada, pero sus músculos son gigantescos y duros—casi
calcificados—poniéndolo tenso y, la parte más rara, es que el soldado tiene
quemaduras en la cara. Ella recuerda que una vez, no hace mucho, vio un hombre
de nieve en la ciudad—estaba envuelto y cubierto en los residuos de la calle. Parecía
un Miserable. Este es un soldado de las Fuerzas Especiales, pero también es un
Miserable ¿Cómo es posible? Y, más que nada, ¿Por qué harían un soldado que no
fuera Puro? ¿Por qué hacer un soldado castigado con las deformidades del
enemigo?
Hace sonidos suaves, casi dulces. Alza las manos en el aire, y
espera ver sus armas metálicas, las que están fusionadas a sus brazos.
Pero ahora ve que uno es un bulto sangriento. El otro ha sido extirpado,
y el arma ya no está ¿Alguien le arrancó el brazo mientras seguía vivo?
Él le pía. –Ayúdame. Ayúdame.
Se estira, con el brazo casi allí, y se tambalea hacia ella.
Agarra su mochila, cuidándola ante todo.
Pero, justo antes de caer, alguien escondido dispara. Lo golpea de
frente en el pecho y él cae con fuerza al suelo, a centímetros de ella.
Yace allí, con sangre saliendo a borbotones de su cuerpo, mezclándose
con los charcos de la lluvia oscura. Su cuerpo se tuerce dos veces.
Ella se le acerca siempre en cubierto. Lo mira a los ojos. Quiere
darle paz. –No dolerá por mucho. –Él se estira con un gran último esfuerzo y
agarra la carne en su brazo—pinchando su piel.
Él hace el extraño sonido piando un par de veces más, y después su
agarre se afloja. Su mano cae. Está muerto.
Ella sabe que probablemente los sobrevivientes arrancaron sus
armas y que, de alguna forma, él se libró de ellos y huyó, pero lo cazaron y
acaban de dispararle, posiblemente con su propio rifle. Se acercarían tan
pronto como estén seguros de que está muerto.
Y entonces ella corre hacia el callejón, hacia una dentada pila de
ladrillos y se esconde nuevamente.
Como era seguro, momentos después, sobrevivientes lo registran—se
llevan algunas armas parecidas a cuchillos alojadas en las botas, algo afilado
como una cuchilla en sus hombros. Trabajan rápido y en silencio. Son expertos
en esto ahora.
Se frota la zona irritada donde la pinchó en el brazo, encuentra
una pequeña rajadura en su cazadora y un poco de sangre.
Alza de nuevo la vista. Los sobrevivientes se fueron, dejando
atrás el cuerpo.
Pressia no puede evitar mirar lo que queda. El cuerpo está
desplomado de lado. Puede ver el rostro del chico, marcado con quemaduras, un
brazo levemente peludo, como si fuera parte alimaña, y la joroba en su brazo
que no es para nada una joroba. Era algún tipo de animal que existió debajo de
la piel ¿Por qué debajo de la piel?
Este no es un Puro. Es un Miserable. Pero no como cualquiera que
haya conocido antes. Ha sido mejorado y, aun como si con las mejoras, también
hubiera sido criado para ser un Miserable ¿Por qué haría alguien esto? ¿Por
qué? Pressia recuerda las horribles criaturas en Irlanda—el latido de la
niebla, los dientes desnudos de la noche, la idea de aquella piel cosida, los errantes
ojos ciegos ¿Cuántos como estos ya están muertos? ¿Cuántos siguen allí afuera?
Se levanta y corre. La lluvia empieza a caer con fuerza. Encorva
los hombros, impulsa sus brazos y piernas y golpea el suelo. La respiración le
quema los pulmones.
Está tratando de encontrar la ruta más corta a la Cúpula. Pronto
reconoce las calles a su alrededor, este aire, este olor.
Estas son las calles que corrió al ser una niña pequeña, y
finalmente se encuentra parada frente a la condenada cascara de lo que una vez
fue una barbería. Su abuelo le contó sobre las aves migratorias. Conocen su
casa. Siempre vuelven a ella. Aquí está.
En casa.
LYDA
CUARTO DE BEBÉ
No hay muchos usos para los
fósforos en la Cúpula. Fuegos, grandes y pequeños, son mal vistos. Lyda
recuerda muchas conversaciones entre su madre y las amigas de ésta en el tema.
Extrañaban tener velas con olor a calabaza en otoño. -¿Cómo sabremos, sino, que
es otoño? –Dijo su madre una vez. Y los hombres perdieron sus parrillas. Los
fuegos artificiales del 4 de julio fueron reemplazados por un espectáculo de
luz eléctrica.
Pero Lyda quiere fósforos. Así que le dice a uno de los guardias
que quiere hacer una cena especial para Perdiz –Quiero hacerla con velas y todo
¡Para que sea romántica! ¿Podrías conseguirme velas y fósforos? Y mantenlo en
secreto. Quiero sorprenderlo.
El guardia se los da, en secreto, en un bulto de papel marrón para
envolver.
Le hace un guiño.
No le importan las velas. Esconde los fósforos en un bolsillo y
los lleva al baño. También trae un bol de metal y uno de los libros que Chandry
le trajo, Cómo decorar el cuarto de bebé perfecto. La habitación tiene una cuna y colchón, una silla
mecedora, una mesa para cambiar al bebé y un pequeño cofre de pañales, pero se
supone que ya está eligiendo el tema en color, su diseño—¿estrellas, elefantes,
globos? El libro se supone que ayudaría.
Cierra la puerta.
El hollín aquí en el mundo simulado no es real. No puede sentirlo.
Necesita sentirlo.
Baja la tapa del inodoro, se para sobre ella, desconecta el
detector de humo—sólo un pequeño nudo de cables—y prende el ventilador. Se
sienta en el piso embaldosado, empieza a arrancar las hojas del libro. Saca los
fósforos de su bolsillo y quema las páginas, una detrás de la otra, en el bol.
Las flamas le recuerdan a las Madres. A menudo cocinaban sobre llamas
abiertas. Se reunían alrededor de fogones y hablaban en grupos pequeños, sus
niños fusionados a sus caderas y hombros, con las cabezas bambaleándose.
¿Su propia madre? Se imagina su cara—terca, cerrada. Su madre la
amaba—está segura de eso. Pero era un amor encerrado, un amor enterrado un amor
del que estar avergonzada porque… ¿Por qué ese tipo de amor te hace vulnerable?
¿Te hace débil? ¿Por qué no vino su madre a visitarla? ¿Está demasiado
avergonzada ahora de su hija?
Lyda extraña a las Madres y su fiero amor.
Extraña el frío, el viento, el fuego.
Toca algo de la ceniza, la frota hasta que las puntas de sus dedos
están manchadas de negro.
Sabe qué extraña más que nada. Su lanza—su peso en su mano
mientras corría a través del bosque.
Quiere una lanza.
Es imposible ¿Dónde encontraría algo para transformarlo en una
lanza? No aquí. Necesitaría un palo, largo y derecho.
Pero entonces, espera.
Se levanta, sale del baño cerrando la puerta detrás de ella dentro
del cuarto del bebé.
La cuna—con todas sus varillas.
Una fila de lanzas—si pudiera sacarlas y tallarlas con un cuchillo
de cocina ¿Cómo liberarlas?
Necesita un martillo.
Entra a la sala, la rodea, ve una lámpara con base de mármol. La
levanta y pesa en su mano—suficientemente pesado.
Esta noche, sacará el libro Propio del Bebé de su mesa de luz, y escribirá en él:
Ansío.
Ansío.
Ansío.
Ansío.
PERDIZ
UNA BELLEZA
Perdiz corre la mano por la
pared del pasillo mientras hace su camino hacia la sala. Escucha la voz rasposa
de Glassings en su cabeza: No le dejes saber que sabes.
Derríbalo cuando menos lo espere. Hazte el tonto.
Perdiz nunca fue el inteligente. Sedge ganó todos los premios en
la escuela—ambos, atléticos y académicos. Perdiz era el hermano menor flacucho
con notas promedio. La sección de comentarios de su boletín estaba lleno de
eufemismo por el esfuerzo decepcionante de Perdiz: si se aplicara un poco
más… ¿Cómo le dices a Willux que
su hijo es inadecuado?
Arvin Weed, en la otra mano, era un niño genio ¿Quería al padre de
Perdiz muerto? ¿Está de su lado? No está seguro de poder confiar en él. Ya no
está seguro de en quién puede confiar.
Entra a la sala. Beckley está parado frente a la puerta principal.
El doctor se fue, pero la enfermera está en la mesa del comedor, organizando
todos los papeles médicos de Glassings en una carpeta. Beckley le dice algo y
ella responde. –Iré a revisarlo ahora. –Y desaparece.
Perdiz encuentra a Foresteed sentado en el sillón favorito de Willux—en
el cual a nadie nunca le fue permitido sentarse. Debe de haberlo sacado de la
esquina del cuarto, poniéndolo cerca de la mesa de café.
-Esa era la silla favorita de mi padre. –Dice Perdiz. –Es una
belleza ¿o no?
Foresteed empieza a levantarse.
-No, no. –Dice Perdiz. –No te levantes.
Foresteed frota el cuero en los brazos. –Tu padre tenía buen
gusto.
Perdiz se sienta en una silla menos regia a unos metros. -¿Cómo
están las cosas? –Pregunta.
-Tú me llamaste a reunión. Asumí que había temas que querías
discutir.
-Escuché sobre los ataques a sobrevivientes.
-Teníamos razones para creer que los Miserables debían ser amansados.
-Quiero que pare.
-¿Qué? –Dice Foresteed, como si le fuera difícil escuchar.
-Quiero que el amansamiento llegue a su fin. –Dice Perdiz
lentamente.
Foresteed se retuerce en su silla y apoya un talón en su rodilla.
–Yo estoy a cargo de la defensa.
-Y yo estoy a cargo de ti.
-O eso parece. –Sonríe Foresteed.
-¿Qué se supone que eso signifique?
Foresteed saca un pequeño control remoto de su bolsillo. Apunta la
pantalla a Perdiz. La cara de éste está en ella. Es en el centro médico con la
Sra. Hollenback a su lado. Perdiz sabe qué sigue. Foresteed presiona play y Perdiz ve un rápido clip de su
confesión.
-¿Qué si te dijera… -Y hay una pausa, el momento en el que pudo
haber elegido permanecer callado, pero dice –Que yo también soy un asesino.
-Eras demasiado joven. No entendías lo que sucedía—no como
nosotros. No. –Dice la Sra. Hollenback.
-No lo entiendes. –Dice él. –Lo maté. Soy un asesino.
La mujer también está en el cuadro—su rostro demacrado, su boca
negra como el carbón. -¿Lo mataste?
Y
entonces él dice las palabras que lo condenarían. -Debía detener a mi padre. No
tuve opción. Planeaba…
-¡Apágalo! –Dice Perdiz. No quiere escuchar lo que la Sra. Hollenback dice a continuación, pero Foresteed es demasiado lento. -Perdónanos. Perdónanos a todos. –La escucha decir.
-Es llamado parricidio. -Dice Foresteed. –Y a la gente no le importa ¿Crees que la Cúpula quiere ser gobernada por un asesino?
Perdiz se siente enfermo y enojado y avergonzado. –Aunque sabías. Lo facilitaste todo ¿o no?
-¿Cómo podría haber predicho que en realidad lo harías? Quiero decir, matar a tu propio padre—eso requiere una profunda corrupción del alma. No sabía que lo tenías en ti.
-Tal vez me subestimaste.
-No, tú me subestimaste, Perdiz. Si le muestro este video a la gente, clamarán por tu ejecución.
-¿Es ese tu plan?
Foresteed sacude la cabeza y ríe. –Si hay una cosa que aprendí de trabajar para tu padre, es las ventajas de ser el titiritero, no la marioneta.
Perdiz se frota los nudillos. Le encantaría golpear a Foresteed, arrancarle el control remoto de la mano, destruir el clip. Pero sabe que el video existe en múltiples locaciones. Foresteed no es idiota. Perdiz no tiene ahora poder.
-Así que pretendamos que esta reunión fue bien. –Dice Foresteed. –Dejaré de amansar a tus Miserables—como si siguiera órdenes—e incluso detendré el programa de tortura que interrumpiste. Y tú continuarás con la boda. Te concentrarás en probar pasteles y en inscribirse para batidoras. Espero que estés entendiendo todo esto, Perdiz. Porque si no haces lo que digo...
Perdiz siente la sangre agolpándose en su rostro. -¿Qué?
-¿Conoces la colección de enemigos de tu padre, todos encerrados en sus cámaras congeladas? ¿Sus “pequeñas reliquias”?
Perdiz gira la cabeza. No puede mirar al rostro bronceado de Foresteed con sus dientes relucientes.
-¿Sabes por qué tu padre guardó a sus mayores enemigos vivos?
Perdiz sacude la cabeza. No quiere saberlo.
-Los sacaría de vez en cuanto para torturarlos, por los viejos tiempos. A veces, el humor sólo le pegaba. Creo en el castigo de la gente por sus crímenes. Y si el delito es verdaderamente aborrecedor, pienso que la pena debería ser dolorosa. –Foresteed se inclina hacia delante. -¿Quién sabe? Quizás un día tendré una colección propia de “pequeñas reliquias”.
-Suena como algo que ansiar.
Foresteed frota el cuero en los brazos de la silla una vez más y luego se levanta. –Bueno, esto fue placentero. Hagámoslo de nuevo pronto.
-Sip. –Dice Perdiz. –Muy pronto.
-¡Apágalo! –Dice Perdiz. No quiere escuchar lo que la Sra. Hollenback dice a continuación, pero Foresteed es demasiado lento. -Perdónanos. Perdónanos a todos. –La escucha decir.
-Es llamado parricidio. -Dice Foresteed. –Y a la gente no le importa ¿Crees que la Cúpula quiere ser gobernada por un asesino?
Perdiz se siente enfermo y enojado y avergonzado. –Aunque sabías. Lo facilitaste todo ¿o no?
-¿Cómo podría haber predicho que en realidad lo harías? Quiero decir, matar a tu propio padre—eso requiere una profunda corrupción del alma. No sabía que lo tenías en ti.
-Tal vez me subestimaste.
-No, tú me subestimaste, Perdiz. Si le muestro este video a la gente, clamarán por tu ejecución.
-¿Es ese tu plan?
Foresteed sacude la cabeza y ríe. –Si hay una cosa que aprendí de trabajar para tu padre, es las ventajas de ser el titiritero, no la marioneta.
Perdiz se frota los nudillos. Le encantaría golpear a Foresteed, arrancarle el control remoto de la mano, destruir el clip. Pero sabe que el video existe en múltiples locaciones. Foresteed no es idiota. Perdiz no tiene ahora poder.
-Así que pretendamos que esta reunión fue bien. –Dice Foresteed. –Dejaré de amansar a tus Miserables—como si siguiera órdenes—e incluso detendré el programa de tortura que interrumpiste. Y tú continuarás con la boda. Te concentrarás en probar pasteles y en inscribirse para batidoras. Espero que estés entendiendo todo esto, Perdiz. Porque si no haces lo que digo...
Perdiz siente la sangre agolpándose en su rostro. -¿Qué?
-¿Conoces la colección de enemigos de tu padre, todos encerrados en sus cámaras congeladas? ¿Sus “pequeñas reliquias”?
Perdiz gira la cabeza. No puede mirar al rostro bronceado de Foresteed con sus dientes relucientes.
-¿Sabes por qué tu padre guardó a sus mayores enemigos vivos?
Perdiz sacude la cabeza. No quiere saberlo.
-Los sacaría de vez en cuanto para torturarlos, por los viejos tiempos. A veces, el humor sólo le pegaba. Creo en el castigo de la gente por sus crímenes. Y si el delito es verdaderamente aborrecedor, pienso que la pena debería ser dolorosa. –Foresteed se inclina hacia delante. -¿Quién sabe? Quizás un día tendré una colección propia de “pequeñas reliquias”.
-Suena como algo que ansiar.
Foresteed frota el cuero en los brazos de la silla una vez más y luego se levanta. –Bueno, esto fue placentero. Hagámoslo de nuevo pronto.
-Sip. –Dice Perdiz. –Muy pronto.
IL CAPITANO
NIÑO
Al principio, Il Capitano
piensa que el niño los está siguiendo porque está perdido y aturdido, y no
tiene otro lugar a donde ir. Lo ignora—un cojo con una pierna dura y el rostro
medio quemado. Tal como es ahora, están buscando huérfanos, aunque sabe que
probablemente estén muertos. Aun así, no necesitan más almas perdidas pendiendo
de ellos.
Aunque tampoco tiene el corazón para decirle a un niño que se
largue—no todavía.
Pero entonces Bradwell dice. –¿Dónde está Pressia? No la veo desde
hace rato.
Il Capitano y Helmud ambos miran a su alrededor. La lluvia sigue cayendo
con fuerza, el viento la empuja por las calles. Hastings se congela y olfatea el
aire.
-Hastings. -Dice Bradwell repentinamente nervioso. -¿A dónde fue?
Hastings trepa en uno de los escombros para tener una mejor vista.
-¡Hastings! -Dice Bradwell, impaciente.
Y el chico se acerca. Tira de la manga de Il Capitano.
-Ahora no. –Dice éste.
El chico se acobarda, pero luego dice. –Tengo un mensaje de ella.
-¿De quién? –Dice Bradwell caminando hacia el chico, que está
asustado de su figura imponente y largas alas. Retrocede unos pasos, e Il
Capitano tiene que acercarse, hablando en voz baja y apoyándose en una rodilla.
-Dinos. –Dice.
-Dinos. –Repite Helmud en una suave voz cantarina.
-La que están buscando. Pressia Belze.
Tiene su nombre completo, lo que significa mucho aquí afuera. Hastings
baja de los restos y todos se juntan un poco más cerca.
-¿Cuál es el mensaje? –Dice Il Capitano.
-Debía irse. Tenía que partir.
-¿A dónde? –Grita Il Capitano.
-¡Sabemos a dónde! –Grita Bradwell.
-¿Dónde? ¿Dónde? –Le dice Helmud al niño, de nuevo en tono
cantarín.
-No dijo. Dijo que sabrían.
-Sabemos. –Dice Hastings.
-Dijo que mandaría un mensaje una vez allí. –Dice el niño. –Dijo
que encontrará a su hermano y él la ayudará a mandarlo.
-¿Qué tipo de mensaje?
-Dijo que les diría si derribarla o no. Dijo que ustedes sabrían a
qué se refería y que haría un dibujo en el mensaje.
-¿Un dibujo de qué? –Pregunta Il Capitano.
-No me dijo, pero dijo que sabrían por la imagen que ella lo
mandó.
-¡Ves lo que hiciste! –Le grita Il Capitano a Bradwell, quien se
pasa una mano por el cabello mojado y retrocede del niño.
-¿Ves lo que hiciste?
–Dice Helmud pasándole la culpa a Il Capitano.
-Escucha a tu hermano por una vez. –Dice Bradwell sacudiendo la
lluvia de sus alas.
-Le dijiste que no podía ir. Actuaste como si te perteneciera.
–Grita Il Capitano en defensa. –¡Se fue de esa manera para no tener que
pelearte!
El chico cojea hacia atrás y se encoje detrás de algunas rocas con
una pierna estirada de costado, mirando.
-Tú deseabas dejarla ir. –Dice Bradwell. –La dejarías hacer lo que
sea que quiera porque quieres que se enamore de ti.
-Quieres que se enamore de ti. –Le dice Helmud a Bradwell
fríamente.
-¿Qué dijiste, Helmud? –Dice Bradwell.
-Helmud se refiere a que quieres que todavía te ame para poder
castigarla con eso. Al menos yo le dije como me sentía. –Dice Il Capitano. –Si
no hubieras estado tan asustado, tal vez lo habrías hecho.
Bradwell carga contra él, llevando su hombro contra el esternón del
otro. Golpean una pared de ladrillo, embutiendo a Helmud contra ella. Il
Capitano siente las costillas de su hermano contraerse, sin aire.
Hastings se mueve para separarlos, pero Il Capitano rueda
alejándose de él, tomando a Bradwell de la garganta. Éste se suelta y agarra a
Il Capitano en una llave de cabeza. Helmud golpea a Bradwell en la parte
trasera de su cabeza mientras su hermano le clava el codo en el estómago.
Bradwell afloja el agarre y cae sobre una rodilla.
-¡Nunca empujes a Helmud! –Dice Il Capitano estirándose y
soportando la nuca de su hermano. -¿Me escuchas? Lo protegeré con cada gota de
sangre en mi cuerpo ¿Lo entiendes? –Gira el rostro hacia su hermano. -¿Estás
bien? –Susurra.
La respiración de Helmud es desigual. –Bien. –Murmura.
Bradwell e Il Capitano también están sin aliento.
-¿Alguna vez pensaste sobre la bacteria? –Grita Il Capitano. -¡Idiota!
–Y entonces le grita a Helmud. -¡Revísala!
Siente los ágiles dedos de su hermano tocando su borde. –Revisada.
–Dice Helmud débilmente.
-Perdón. –Dice Bradwell, empujándose la cabeza con ambas manos. –No
estaba pensando.
-Esta desprotegida. –Dice Hastings.
-No lo haría de ninguna otra forma. –Dice Il Capitano.
-Nos dijo que enviaría un mensaje. –Dice Hastings. –Démosle tiempo
de evaluar la situación.
Bradwell mira a Il Capitano cortante.
Il Capitano deja sus ojos vagar por los restos a su alrededor, la
pila distante de cuerpos. –Podría morir antes de siquiera llegar allí.
Bradwell inspira profundamente -¿Por qué no nos dejó al menos
escoltarla dentro?
-Si muere, será bajo sus propios términos. –Dice Il Capitano. -¿Es
lo que tú querías, o no? ¿Morir bajo tus propios términos?
Bradwell se frota los ojos. Quizás está llorando. Il Capitano no
puede decir.
El niño dice. –Había algo más.
Il Capitano se había olvidado del chico, que sale de detrás de las
rocas. Esta vez habla tan rápido como puede. –Dijo que no se dieran por
vencidos con los chicos. Wilda y ellos. No se den por vencidos con ellos. Sigan
buscando. –Y antes de tener la oportunidad de preguntarle algo, o enzarzarse en
otra pelea, se gira y sale corriendo.
Todos se quedan callados por un momento.
Y entonces Hastings alza la cabeza en alto. –Puede que se enoje,
pero tengo que al menos tratar de encontrarla y protegerla. Sigo teniendo algo
de codificación de lealtad, y está puesta en ella. Tengo una excusa. –Y eso es
todo. Sacude la cabeza, como si se estuviera sacando el pelo de los ojos, y se
aleja en la lluvia, impulsando su prótesis hacia delante y saltándola
ágilmente.
-También tengo un lugar donde necesito ir. Un lugar donde puedo
pensar bien. –Dice Bradwell. Mira a Il Capitano, casi rogándole, y después al
suelo. -¿Vendrás conmigo?
-Depende ¿A dónde?
-No dije que es un lugar al que quiero ir. Dije que necesito
hacerlo. Sólo di que sí. Nos
mantendremos juntos.
-Juntos. –Dice Helmud.
-Está bien. –Dice Il Capitano. –Nos mantendremos juntos.
PRESSIA
CASA
Pressia cruza lo que una vez
fue la entrada, sus botas crujiendo contra el vidrio roto. El techo ya no está,
como fauces abiertas sobre su cabeza. El piso brilla con oscuros charcos de
lluvia. Está la vieja vara, yaciendo de costado, la fila de espejos condenados,
y, metidos contra la pared sólida, la única silla de barbero restante, el
mostrador, los peines en vertical en el viejo contenedor Barbasol de vidrio. El
fuego se hizo camino hasta aquí. Las paredes están aún más negras, las piezas
restantes de espejos manchadas de negro como si se hubieran cerrado. Pressia se
recuerda que no fue hace mucho que estuvo aquí. Pero eso no ayuda. Todo es
diferente.
Podrían haber francotiradores cerca, pero no le importa. Mátenme, piensa. Wilda y los chicos están muertos. Si
hubiera llegado más rápido, si nunca los hubiera dejado tan desprotegidos… es
su culpa.
Ve el panel falso que su abuelo construyó en la pared trasera—su
trampilla de escape—encajada en su lugar. Lleva hacia el cuarto trasero de la
barbería, el hogar de su niñez. Camina hacia el panel, lo desencaja.
Y allí está el gabinete donde una vez durmió. Frota con la mano la
madera, la fina capa de ceniza. Aquí es donde dibujó la sonrisa torcida de la
carita feliz. Le prometió a su abuelo que volvería, y aquí está finalmente.
Incluso aunque él esté muerto, debería cumplir la promesa—para sí misma sino
para nadie.
La puerta del gabinete está levemente entornada y puede ver el
viejo cuarto de almacenamiento—las patas de la mesa, la silla de su abuelo.
Gatea para entrar al gabinete y pone el panel de vuelta en su lugar. Una vez
dentro del pequeño espacio, aprieta la puerta del gabinete desde dentro. Está
oscuro y ella se siente pequeña de nuevo. Se mete la cabeza de muñeca debajo
del mentón. Trata de recordar cómo era estar aquí la primera vez—el espacio
apretado, las finas motas de polvo y ceniza girando en el aire, y cómo alguna
parte de ella esperaba poder sobrevivir simplemente siendo buena, silenciosa y
pequeña. Recuerda a su abuelo sentado en su sitio usual junto a la puerta, su
muñón atado con las venas de cables, el ladrillo en su falda, el ventilador en
su garganta zumbando hacia un lado y después al otro con cada uno de sus
suspiros desiguales.
Lo extraña. Extraña quién una vez fue ella en este gabinete. Era
su nieta. Él está muerto, y resulta que ni siquiera eran parientes. Sólo era
una pequeña niña perdida rodeada de gente muerta en un aeropuerto. La salvó.
Quiere ser salvada de nuevo.
Piensa en los zapatos que su abuelo le dio para su dieciseisavo
cumpleaños—ese par de zuecos—como si él supiera que ella se iba a ir pronto y
quería que tuviera zapatos fuertes, al menos, para poder sobrevivir en el mundo
¿Y qué clase de mundo era?
Nada que ella podría haber imaginado.
Tan horrible y sangriento y lleno de sufrimiento y muerte como es,
se enamoró en ese mundo. Amor ¿Quién habría imaginado que podría existir,
después de todo? Pero lo hace.
Toca con el dedo la puerta del gabinete levemente. Se abre con un
crujido. El cuarto está más o menos intacto. La mesa, chamuscada, pero allí. El
viejo camastro de su abuelo se fue en humo. Está pequeño y oscurecido—es
mayormente hollín. Pero el ladrillo sigue allí. Se sienta junto a la puerta
trasera.
Puede decir que alguien más vivió aquí desde que su abuelo fue
llevado. Había un saco colgado de un gancho en la pared. El saco ya casi no
está, pero el asa sigue descansando en la garra. La mesa está cubierta de
pedazos de lo que parece un intento de reconstruir algo electrónico—¿una radio,
una computadora, un simple tostador? Es imposible de decir.
Este ya no es su hogar. Su abuelo ya no está. Es como si nunca
hubiera existido.
Cierra la puerta, vuelve a salir trepando el panel falso hacia la
barbería y se sacude. Perdió tiempo. Se siente culpable por ello, pero después
enojada ¿Volvería Bradwell en el tiempo si pudiera a cuando tenía padres para
cuidarlo? ¿No llevaría Il Capitano a Helmud devuelta al lugar en el bosque
donde vivieron con su madre antes de que fuera llevada?
¿Es por eso que quiere llevar el vial y la fórmula a los
laboratorios de la Cúpula? ¿Porque piensa que si suficientes personas pueden
volver a como eran en algún momento, no sólo se sentiría como si hubieran sido
curadas, sino que podrían borrar esta situación horrible y volver a un tiempo
en el que… qué? ¿Cuándo se sentían a salvo? ¿Alguna vez ella se sintió realmente
segura? Por esto, quizás sólo se refiere a no estar sola en el mundo.
¿Qué pasa si Bradwell e Il Capitano tienen razón? Tal vez el planeta
no necesita la intervención de la ciencia y medicina. Quizá sólo necesite
nivelar el campo de juego y tirar abajo la Cúpula.
Aunque tiene que ver a Perdiz primero. No puede formar parte de
eso sin saber qué pasó.
Sigue teniendo fe en él. Tiene que. Si la pierde, su fe en todos
se irá. Y no puede permitirse perder más. Es demasiado preciosa.
Camina hacia el agujero de la puerta, devuelta a la calle. De
nuevo, corre—cabeza gacha, sin aliento. Ahora conoce el camino. Sigue hasta poder
ver el área reluciente de la Cúpula que, en la distancia, cruza brillando la
seda negra de las nubes.
IL CAPITANO
SANTA
Bradwell se detiene en la
punta de algo de escombro. Alza una pieza de una reja de hierro fundido. –Por
aquí. –Baja primero un pequeño conjunto de escalones de piedra. Il Capitano
conoce esta parte de la ciudad—o pensó que lo hacía. Solía hacer rondas cuando
manejaba el camión, recogiendo reclutas involuntarios, pero nunca antes vio
este agujero.
Le dice a su hermano. -¿A dónde nos lleva?
-¿Nos? –Susurra Helmud como si prefiriera que lo dejen solo atrás.
Il Capitano sigue a Bradwell por las escaleras, devolviendo la
reja a su lugar por encima, cubriéndolos.
El cuarto es pequeño, pero no sólo por ser cavado. No, fue construido
para ser pequeño. -¿Estamos cerca de donde solía estar la vieja iglesia? –Dice
Il Capitano, tratando de orientarse.
-Estamos en ella.
-¿La iglesia?
-Es una cripta.
Bradwell parece demasiado grande para el espacio. Sus alas masivas
rozan las paredes. Se encorva y mantiene la cabeza inclinada—¿Porque es
demasiado alto o por respeto? Camina hacia una pared y se arrodilla.
Pero Bradwell ha juntado sus manos. Susurra dentro de ellas ¿Por
qué? Il Capitano nunca entendió las religiones.
-No sabía que eras del tipo que va a la iglesia. –Dice Il Capitano
más para sí mismo que para Bradwell. Al principio parece como si el chico le
rezara a una pared de Plexiglas, un poco quebrada, pero de pie. Luego ve que el
Plexiglas cubre un recoveco en el muro y, a través del plástico astillado, ve
una chica. Su rostro está ligeramente alzado; sus manos en su falda. Está
sentada allí, usando un antiguo vestido largo, el pelo peinado lejos de su cara—un
rostro hermoso, simple y aun así profundamente triste. Ella es paciente. Está
esperando a algo o alguien. Quizás a Bradwell. Tal vez a Dios.
-¿Quién es? –Dice Il Capitano, pero sabe que Bradwell no
responderá. Está rezando. Sus ojos están cerrados, sus manos juntas. Los
adoradores de la Cúpula solían arrodillarse y orar así. Los ha visto enfilados
en las esternías antes, todos apuntando hacia la Cúpula.
-¿Quién? –Dice Helmud. –¿Quién?
Una fila de velas en un estante se derritieron, cubriéndolo en
cera. Ofrendas. Mucha gente ha estado aquí. Il Capitano nota una placa. Se
acerca a ella. La mitad de las palabras ya no están. Está toda machacada.
La estatua es de una santa cuyo nombre empezaba por Wi. Sabe que
era la patrona de algo. Ve la palabra abadesa pero no sabe qué significa. Hay más sobre niños pequeños y
milagros y la palabra tuberculosis, que
conoce bien. Es seguramente como murió la santa. Una afección en los pulmones.
Su madre murió joven de una enfermedad. Era como una santa—para él, al menos.
Il Capitano se mueve hacia la pared trasera y se sienta,
apoyándose en su hermano. Helmud descansa la cabeza en el hombro de Il
Capitano.
Éste se pregunta cuánto tiempo le llevará a Bradwell. Parece
adolorido. Sus susurros—no puede distinguir las palabras—suenan urgentes ¿Le
está rezando a la santa que mantenga a Pressia a salvo? ¿Está rezando por
perdón? Eso es algo que siempre sale con las religiones ¿o no?
Il Capitano apoya los antebrazos en las rodillas y junta las
manos. Se sienta de esa forma por un rato antes de darse cuenta de que sus
manos están unidas casi como las de alguien orando. Cierra los ojos,
preguntándose si en un lugar como este algo vendrá a él.
Susurra. -Santa Wi. –Trata de imaginarse quién era ¿Ayudó niños?
¿Cuáles fueron sus milagros? Piensa en su rostro. No tiene que mirarla. Su cara
está grabada en su mente—su forma de mirar. Está esperando pacientemente ¿A Il
Capitano? ¿A que diga lo que necesita decir?
Dilo, escucha susurrar la palabra en su cabeza. Dilo.
Ve el rostro de alguien a quien mató. Y luego otro. Recuerda
manejar ese camión, haciendo rondas, recogiendo niños que sabía que nunca
serían soldados—demasiado enfermos, demasiado débiles, demasiado fusionados y
deformados. Dilo. Ve un hombre retorcido. Una
pierna ulcerosa. Ve la jaula donde mantenía a aquellos que nunca lo lograrían.
Recuerda el olor a muerte que había allí adentro. Dilo.
Estuvo la vez que llevó a Pressia, sólo una recluta nueva en aquel
entonces, al bosque a jugar El Juego—cazar reclutas enfermos. Ingership dio la orden
de hacerla jugar, ¿Pero habría sabido si Il Capitano no hubiera cumplido? No. Podría
haberlo fingido. Y entonces el niño, arrastrándose por los arbustos, quedó
atrapado en una de sus trampas. Las púas metálicas se le hundieron en las
costillas, agujereando su pecho. Les suplicó que le dispararan. Pressia no
pudo, pero Il Capitano sí, y lo hizo. Fue fácil.
¿Entonces por qué ve ahora la cara del niño rogando que apriete el
gatillo?
¿Por qué el dolor de esto lo sigue persiguiendo como un perro?
Aspira. Se siente enfermo. Dilo. Traga el aire.
Sabe que debería pedir perdón. El pensamiento está allí en su
cabeza.
Dilo. Dilo.
Abre la boca, pero en lugar de decir Lo siento, dice. –Debemos irnos. Bradwell alza la cabeza, se
gira y lo mira. –Dame un minuto.
-Bueno, pero eso es todo, sólo un minuto. –Il Capitano se pone de
pie, pero su cabeza no se siente bien. Se inclina hacia la estatua de la santa,
ahora mareado. Presiona sus pálidas manos llenas de cicatrices contra el
Plexiglas astillado, y baja la cabeza para que también toque el
plástico.
-¿Estás bien? –Pregunta Bradwell.
Il Capitano se endereza, frota su rostro. –Bien. –Dice. –Estamos
bien ¿O no estamos bien, Helmud?
-¿Bien? –Dice Helmud.
E Il Capitano se gira y sube corriendo las escaleras de roca, hace
a un lado la pieza de reja de metal fundido y sale al aire polvoriento. Respira
profundamente. Mira a un lado y otro de la calle. Recuerda correr por estas
calles—en las Muerterías. Se inclina hacia delante y escupe el suelo.
-¿Bien? –Pregunta Helmud de nuevo.
-No bien. –Dice Il Capitano. –Para nada. –Se imagina a Pressia
haciéndose camino hacia la Cúpula. Ella es la que tiene esperanza, la que
todavía cree en Perdiz. Le alegra que sea libre de ellos. –Ella está allí
afuera tratando de hacer algo bien ¿Y tú y yo, Helmud? ¿Qué deberíamos hacer?
¿Cuál es el punto de ambos en la tierra? Dímelo.
-Dímelo. –Dice Helmud.
Bradwell trepa los escalones, cubre nuevamente la apertura y dice.
–Voy a ir detrás de ella.
Il Capitano siente un pico de celos. Quiere taclear a Bradwell y
golpear su cabeza con una roca. Así es como hubiera manejado una situación así,
antes de haber conocido a Pressia. –Déjala ir.
-No. Debo encontrarla. No para protegerla. Tengo que decirle algo.
Il Capitano sabe que la ama, que se dio cuenta de que esta podría
ser su última oportunidad para decir la verdad. Traer abajo la Cúpula
seguramente llevara a algo parecido a la guerra. Dios, se sentiría bien moler
el rostro de Bradwell contra el suelo, pero esto está más allá de Il Capitano. Debe
retirarse. No tiene oportunidad en el amor. Dice. –Esta vez irás solo.
-Conozco el final, Cap.
-¿Qué final?
-El mío.
-¿Cómo resulta?
-Podría ser mejor, pero debo cumplirlo.
-Supongo que eso es lo que todos podemos hacer—cumplirlo.
-Cumplirlo. –Dice Helmud.
-¿Nos encontraremos? –Dice Il Capitano.
-Podemos hacerlo en la vieja caja fuerte. Debería ser seguro y
estar seco.
-¿El banco?
-Lo que queda de él. -Bradwell está a punto de irse, pero entonces
se gira. -¿Qué te pasó allí adentro?
-¿Allí adentro? –Dice Helmud estirándose y golpeando el pecho de
su hermano.
Il Capitano no sabe, así que no responde. –Prométeme que en verdad se la dirás. –Le arde el pecho. –Cuéntale toda la
verdad. Cualquiera que sea. Se merece eso.
PERDIZ
PROMESA
Los planes de boda llegan sin
cesar. Iralene insiste en que esté involucrado. –Debes invertir emocionalmente
en esto. –Susurra. –O lo sabrán ¡Lo harán! ¡Podría salirte el tiro por la
culata!
Ella sostiene en alto muestras de tela de materiales para vestidos
de damas de honor, manteles, servilletas. Lo hace elegir patrones de cubiertos
y platos, candeleros y salseras para su registro. Un chef de tortas le trae
muestras de pastel. Un cocinero, opciones de comidas y vino—más muestras.
Prueba y da sorbos y señala. –Ese.
-¿En serio? –Dice Iralene.
-Está bien. Ese.
-¡Quiero que lo ames!
-¿Qué quieres que diga? ¿Cuál es la opción correcta?
A Iralene se le llenan los ojos de lágrimas cada vez que él se
frustra. -¡Se supone que es una ocasión gloriosa!
-No. –Dice él. –La boda es un evento para distraer a la gente y levantar
la moral y detener los suicidios. No es una ocasión gloriosa; no es siquiera un
casamiento. Hay una diferencia.
Ella suspira, como si se diera cuenta de que sacó el arsenal
demasiado pronto, y se inclina hacia él y susurra. –Elige el salmón.
Y él elige el salmón. Una concesión, agrega. –Me gusta mucho la
salsa holandesa. –Mira a Iralene como para decir ¿Ves? Estoy tratando.
-Con sólo enfocarte un poco.
No puede enfocarse. Hay una cosa que Foresteed dijo que le pegó—las
pequeñas reliquias de su padre, una colección de sus más grandes enemigos.
Perdiz recuerda la cámara que era diferente al resto—la que Iralene le mostró
una vez mientras caminaban por esos largos pasillos. No tenía marca y estaba
pesadamente asegurada. Perdiz no sabía cómo entrar. Pero si las pequeñas
reliquias de su padre son realmente sus más grandes enemigos—mantenidos para
poder sacarlos y torturarlos cuando está de humor—entonces ¿Quién está en esa cámara? ¿Podría ser el mayor enemigo de su padre, el mejor aliado
de Perdiz?
Quiere llegar a la cámara de alguna manera y tratar de abrirla. Se
sigue preguntado si es posible que uno de los Siete esté allí. El mayor enemigo
de su padre era uno personal: Hideki Imanaka, el hombre del que la madre de
Perdiz se enamoró y con el que tuvo un desvarío—con el padre de Pressia.
También, el abuelo de Pressia sigue en uno de esos cuartos de
suspensión ¿Está Weed de su lado o no? ¿Siquiera está tratando de sacar a Belze
de suspensión? Ahora que lo golpeó, o va a ser más cumplidor o se negará a
ayudar.
¿Cómo va a llegar Perdiz allí abajo? Lo enfrentan inacabables
planes de boda—ser ajustado para un traje y zapatos brillantes, escoger
arreglos florales, hablar sobre sentar a los huéspedes en una jerarquía social
muy estricta que no entiende o le importa.
Se siente mareado. No ha estado comiendo mucho—no con esta
inquietud eterna en el estómago. Empezó a tomar algunas píldoras para la indigestión—blancuzcas
y amargas—pero no ayudan. Se siente como uno de los felinos grandes del
zoológico—como si las almohadillas de sus pies estuvieran al rojo vivo de
caminar de lado a lado en el duro cemento. Se siente encerrado.
Y entonces, mientras son sólo ellos dos e Iralene le está
preguntando sobre el corte de un moño para los centros de mesa, ella toma su
mano y le da un apretón. -¿Cuál es tu favorito?
Su mano es fría y le sorprende, y recuerda que Iralene pasó la
mayor parte de su vida en suspensión. Le contó que piensa de esos pasillos de
las cámaras como su hogar de la infancia. Iralene es su especialista en
suspensión. Ella fue la primera en mostrárselos.
Él posa su mano sobre la de ella. Ella levanta la mirada,
sorprendida. –Iralene. –Susurra él. –Quiero que hagas algo por mí.
-¿Qué? –Sus ojos son enormes y brillantes. Le asusta, a veces, qué
tan desesperada está por complacerlo.
-Quiero ir de nuevo a las cámaras.
Ella sacude la cabeza. –Esa parte de mi vida acabó. –Dice con una
sonrisa temblorosa.
-Necesito tu ayuda. No la pediría de otra forma.
-No me hagas volver. –Ella se muerde el labio inferior.
-Necesito una guía. Necesito que me lo expliques todo. Necesito
que me lleves a la cámara de alta seguridad sin marcar. –No puede simplemente
anunciar sus planes. Ya no es su propia persona, ahora que Foresteed ejerce su
poder sobre él. Quiere mantener esta visita en secreto, y no sabe en quién
confiar. Iralene es fidedigna y conoce el edificio.
Ella sacude la cabeza, cierra los ojos.
-Te necesito. Puedo devolverte el favor de alguna forma. Lo prometo.
Ella cruza los brazos en su pecho y lo mira con serenidad. –Sin
ninguna condición. Un favor. En cualquier tiempo del futuro. Me lo deberás.
Está un poco asustado; no está seguro de en qué se metió. –Sí.
Quiero decir, no quiero tener que…
-Sin condiciones.
-Está bien. –Dice. –Bueno ¿Puedes llevarnos allí sin ser
detectados?
Ella piensa sobre ello. –Con la ayuda de Beckley, sí.
-También quiero ver si Odwald Belze fue sacado de suspensión.
-Arriba a por aire. –Dice ella. –Así es como lo llamamos.
Arriba a por aire. Perdiz quiere salir a tomar aire.
Durante todo el rato, extraña a Lyda. Es peor en la noche cuando
no hay tantas horribles distracciones. Foresteed le comunicó que no puede verla
hasta después de la boda, de que el escrutinio muera. Sería demasiado peligroso
que le llegara palabra al público.
Más tarde, Perdiz prepara su cama en el sillón. Ahora que Iralene duerme
en su viejo dormitorio y Glassings en el de su padre, Perdiz empezó a dormir en
la sala. Pero tiene problemas para descansar. Le escribe cartas a Lyda y se las
da a Beckley, como si fuera sólo un escolar pasando notas en clase. Al
principio los mensajes eran cortos—Te amo. Te extraño… No le dice que está bajo el dedo de Foresteed.
Sabe que debería, pero no puede. Está demasiado avergonzado. Aunque la
escritura sí lo ayuda a despejar sus pensamientos, así que empezó a tratar de
tallar algún tipo de futuro. Esta noche escribe:
No me di por vencido con la idea de un consejo.
Pressia debería liderarlo. Bradwell necesita estar a cargo de escribir la nueva
historia, la verdad, para poder empezar a hacerle llegar esa información a
todos. Y requerimos a alguien como Il Capitano para hacerse cargo de la
milicia. Todavía necesitaremos mantener la paz…
Seré capaz de irme pronto. Lo prometo… Cuando
estemos juntos de nuevo, todo va a estar bien.
Sabe que Lyda está asustada por el futuro. Tiene que estarlo. Todo
es tan desconocido. Se imagina a la gente allí afuera que trató de suicidarse y
atacar a los Miserables y bebés alineados en incubadoras esperando al Nuevo
Edén de su padre, la gente en suspensión y todos esos sobrevivientes allí
afuera—desparramados por el mundo.
Todo pesa sobre él hasta que se siente increíblemente pequeño.
Esta noche, le pasa en secreto la carta más reciente a Beckley,
como siempre, quien hace guardia cerca de la puerta delantera, y le pregunta si
tiene alguna respuesta de ella.
La respuesta no varía nunca.
Beckley sacude la cabeza. –Todavía no. –Se mete la carta en el
bolsillo del pecho.
-¿Y cómo está? –Pregunta Perdiz.
-Se queda en el cuarto del bebé la mayor parte de sus días. Lo
está decorando para sorprenderte. No deja entrar a nadie.
Perdiz se la imagina pintando las paredes, decorando la cuna,
manteniéndose ocupada. Eso parece ser algo bueno, pero la conoce lo
suficientemente bien como para asumir que también se siente enjaulada.
Otro guardia aparece y Perdiz regresa al sillón. Junta sus manos
tan fuerte que empiezan a temblar. Esto no es lo que quería. Esta no es su
vida. Poder—tiene todo este supuesto poder y aun así se siente impotente.
Recuerda preguntarle una vez a su padre si Dios era real. Le
respondió que, al final, no importaba realmente si lo era o no. –La religión
nos mantiene juntos. La iglesia es importante. Nos da orden y estructura. Es el
mejor lugar para legislar la política—desde lo alto. Le enseña a las masas la
diferencia entre el bien y el mal.
Había tantas reglas—de quién y de quién no te deberías enamorar,
cómo y dónde te deberías casar, qué deberías y que no discutir o cuestionar en
casa, cómo criar a tus niños para que nunca rompan ninguna norma, un libro
entero en cómo ser una buena madre y esposa.
No, piensa Perdiz ahora. Las reglas las hizo el hombre. Dios es
importante. La gente conoce la diferencia entre el bien y el mal en sus
corazones—si buscan en ellos. La religión tuerce el bien y el mal. Sus
diferencias son del tipo que necesitan ser enseñadas porque no son naturales
¿Por qué sino la gente pensaría que su padre era un hombre bueno y harían luto
por su muerte a menos que alguien les haya forzado su bondad por la garganta?
La religión era una de las herramientas de su padre. La usó bien.
Perdiz susurra. –Dios. –Es todo lo que tiene. Sólo una palabra.
PRESSIA
CRUJIDO
Para el anochecer, logra
llegar al bosque que lleva al terreno estéril que rodea la Cúpula—que fue una
vez hogar de pastores y recolectores de bayas, moras, tubérculos. También había
granjeros, pero crecía tan poco—y nunca de la forma en la que lo esperaban—que
era difícil pensar en ellos como tales. Algunos los llamaban reparadores. Todos
fueron desalojados con el fuego. Pressia siente el tronco de un árbol quemado, su
corteza húmeda pelándose como una capa carbonizada de piel. La fina lluvia
golpea el suelo lleno de cenizas.
Hay silencio aquí afuera ahora, y desea que hubiera luz. Necesita
encontrar un lugar donde dormir antes de encaminarse hacia la Cúpula en la
mañana. Sabe qué tan difícil fue para Perdiz escapar ¿Será tan complicado
entrar? Pretende caminar hacia el puerto de carga en donde escoltaron a Lyda
fuera. Recuerda los mapas que Perdiz y Lyda hicieron. Sabe dónde buscar las uniones
de la Cúpula.
También se le cruza por la cabeza que no llegará a la puerta para
nada. Hay grandes posibilidades de ser devorada por un Terrón o por una alimaña
esperando una matanza de una presa fresca, o podrían dispararle mientras se
acerca. Es raro cuánto se acostumbró a esta idea.
¿Contestará alguien la puerta? Planea decirles que es la media hermana
de Perdiz, y no tiene idea de cómo reaccionarán a esto. Las cosas pueden ser
volátiles en la Cúpula ahora, como secuela de la muerte de Willux. La gente
podría estar en contra de dejar a Perdiz tomar el control. Deberían estarlo.
Sólo es el hijo de Willux ¿Por qué debería eso concederle automáticamente la
autoridad?
El aire huele a pino quemado, humo y metal. Finalmente llega a un
claro en el bosque que, sorprendentemente, no parece que se haya incendiado. La
mayoría de las ramas están desnudas porque es invierno. Pero mira más de cerca
el árbol cubierto de maleza con sus ramas torcidas y con clavos, y raíces
bulbosas sobresale del suelo como rodillas enterradas. Sus agujas son pegajosas
al tacto. Levanta una hoja del suelo; está sucia con óxido como si el árbol
hubiera sido teñido de hierro. Una nueva especie híbrida apareciendo ¿Puede ser
visto, posiblemente, como algo bueno—una tierra y sus criaturas tratando de
adaptarse?
Se detiene y revisa de nuevo el vial y formula, abriendo su
mochila y la cajita de metal, tocándolos. Están bien, y esto le da un poco de
coraje. Le recuerdan su misión aquí.
Se adentra más en el bosque, esperando encontrar un grupo de
arbustos en los que esconderse, una roca o tronco caído para bloquear el
viento.
Pero entonces hay un crujido.
¿Aves o roedores? ¿Un zorro? Recuerda los brazos cosidos de las
criaturas ciegas que Kelly soltó—sus ojos errantes, la forma en la que tocaron
su cabello. Se estremece. No son ellos. Lo sabe, pero no puede sacudir el
sentimiento de cuando la tocaron ¿Qué habrían hecho si no hubiera escapado?
Se lleva los brazos al pecho y mira la oscuridad, esperando que
algo pequeño e inofensivo se revelara. Por favor, sé un conejo, piensa. Un conejito. Me vendría muy bien un conejo.
La última vez que vio uno fue
hace años, y en lugar de pelaje tenía la piel llena de cicatrices, oscura y
arrugada, sus costillas sobresalían en tiras envueltas. Pero seguía siendo un
conejo, con largas orejas y dientes frontales filosos, y huyó corriendo,
asustado de ella. Huye corriendo, ora con el conejo que
probablemente ni siquiera sea un conejo en absoluto. Por favor huye
corriendo.
El frío cielo nocturno se alza con nubes oscuras, espeso por el
humo. Quiere salir del viento y dormir. Eso es todo. Está cansada—en lo
profundo de sus huesos y articulaciones. Es una fatiga que parece haber chocado
con ella.
Más crujidos. Se agacha. Empieza a notar la adrenalina, pero no es
suficiente. No tiene fuerzas para pelear. No quiere ser comida aquí, destrozada
hasta morir—no ahora. Se saca la mochila y la sostiene contra su pecho. Mira la
cabeza de muñeca, sus ojos vidriosos destellando en la luz opaca como si le
rogara protección. Le falló a Wilda y a los otros—la cabeza de muñeca parece
saber, y es como si hubiera perdido algo de fe en ella.
Más crujir, pasos. Agarra la cabeza de muñeca y la mochila y se
congela.
Y entonces escucha su nombre. La áspera voz de Bradwell. Lo ve, entre
dos finos árboles. Abre las alas, oscurecidas por la lluvia. –Pressia. -Dice.
Ella se levanta lentamente. Vino por ella. Le enoja que no tenga
fe suficiente en ella, pero le alivia verlo. Su corazón se acelera.
-Mírame. –Dice él.
Y ella lo hace: la carne en sus hombros, las largas púas de su
clavícula, las cicatrices gemelas en su mejilla, y sus ojos, sus labios—todos
mojados por la lluvia. Su piel, como la de ella, perdió el brillo dorado de su
tiempo en Irlanda. Pero las alas—eso es lo que quiere que mire. Algunas plumas
brillan. Otras están hechas jirones. Son gruesas y fuertes. Ella dice. -Te veo.
-Entero.
-Te veo entero. –Es como un sueño. La mira como si realmente la
viera por primera vez desde hace mucho tiempo.
-Debía tratar de encontrarte. -¿Cómo la rastreó?
-Tuve que irme. –Dice ella.
-Lo sé, pero no pude decir lo que necesitaba.
-¿Y qué es eso?
Él se pasa las manos por el cabello mojado. –¿Piensas que no me
imagino estando dentro de la Cúpula, en esas aulas académicas, en los salones
de baile contigo? Lo hago. Pero no de la forma que lo haces tú. Te ves a ti
misma encajando.
-No, no lo hago.
-Piensas que es posible. Puedes imaginar cómo sería tener tu mano
de vuelta, no tener cicatrices ¿Yo? No tengo ese tipo de imaginación. Sólo me
veo como soy. Y cada vez que me imagino allí, veo cómo me mirarían. Estoy
enfermo para ellos. Dañado. Soy una perversión del ser humano.
-No eres nada de eso para mí.
Se frota los nudillos. Ella sabe que esto es difícil para él, humillante.
–Nacimos para morir, Pressia. Somos quienes nadie esperó que sobrevivieran. Así
que mi vida es un error; es sólo algo que me fue dado por accidente. No es mía.
Es prestada. –Se acerca a ella y susurra, -A veces pienso que volvería atrás si
pudiera. Me desangraría a muerte unido a mis hermanos. Pero entonces sé que
volvería todavía más atrás. Si pudiera, moriría contigo en el suelo congelado
del bosque. Estábamos mojados y fríos y desnudos. Así es como vinimos a este
mundo. Podríamos habernos ido de esa forma juntos. -Él presiona sus frentes
juntas. Cierra los ojos. –Sé por qué hiciste lo que hiciste. Pero ahora tengo
esa cosa en mi sangre, y ya no soy quien soy. No puedes amarme.
-Pero lo hago.
-No.
-Trato de no hacerlo.
Ella se estira por sobre su hombro y deja correr la mano por sobre
sus suaves alas mojadas. Parecen seda. Él toca la quemadura en forma de luna
creciente alrededor de uno de sus ojos y después acuna la cabeza de muñeca en
sus manos.
-No puedo dejarte ir, -Dice.
Ella se inclina hacia él, cerca, la lluvia descansando en sus
pestañas. Apoya una mano en el corazón del chico y lo siente golpear. –Tengo
que.
-Lo sé.
-¿Cuánto me darás antes de usar la bacteria?
-No mucho. Cualquier cosa podría pasarte allí dentro. Cap tenía
razón sobre eso también.
-Me llevará al menos un día entrar ¿Así que cuánto me darás?
-No lo sé.
-Si llego con Perdiz puedo mandarte un mensaje.
-¿En tres días?
-Puedo intentarlo. –Quiere besar sus labios mojados. Lo extraña
tanto que le duele el pecho. Dime que me amas, quiere decir. Dime que me amas como
solías hacerlo.
Y entonces él se inclina hacia ella y la besa en la boca, con la
lluvia aun cayendo. Cuando se retira, ella no tiene aliento.
-Tres días. –Dice él. -¿Bien?
-Bien. –Dice ella y entonces, incluso aunque tiene las piernas
entumecidas, retrocede un paso.
-Hastings también vino por ti. –Dice. –Me sorprende que ya no te
haya encontrado. Sólo quiere ayudar.
Ella asiente.
-Pressia, ¿Qué pasa si no nos volvemos a ver? ¿Qué pasa si es la
última vez que nos vemos? –Tiene miedo. Ella no está segura de alguna vez
haberlo visto de esta forma.
-Estaré bien. –Dice.
-Sé que lo estarás. –Dice él. –Es sólo…
-¿Qué?
-En caso de que haya un paraíso…
-No hables así. –Dice Pressia.
-En caso de que haya un paraíso, quiero que estemos juntos allí.
Juntos. Para siempre. –Busca sus ojos. –Nunca vi una boda. –Dice.
¿Le está pidiendo matrimonio? Ella susurra. –Escuché que se hacían
en iglesias o debajo de carpas blancas.
-¿Qué pasa si el bosque es nuestra iglesia?
-Me estás pidiendo matrimonio, ¿Aquí? ¿Ahora?
-Te amé desde el principio—desde la primera vez que te vi ¿Por qué
no casarnos—sí, aquí y ahora? –Alza la mano de ella y la apoya en su corazón.
Después desplaza su propia mano entre el brazo y pecho de ella y la pone sobre
su propio corazón. Se inclina y apoya su mejilla contra la de Pressia. Dice.
-¿Serás mi esposa eternamente? ¿Aquí y ahora y en el más allá?
Ella cierra los ojos. Siente sus brazos entrelazados, sus cachetes
tocándose—ambos mojados por la lluvia y fríos. Asiente. –Lo haré ¿Serás mi
esposo eternamente?
Él dice. –Lo hare. –E inclina la cabeza y besa su cuello, su
mandíbula, sus labios.
-Este no es el fin. –Dice Pressia. –Sólo estamos empezando,
Bradwell.
La levanta del suelo y la besa de nuevo—ella siente sus labios, su
lengua, sus dientes.
Y se siente tan viva que apenas puede respirar. Está feliz. Esto
es cómo se siente la alegría—no tiene que ser sobre este momento. La felicidad
puede ser una promesa.
Cuando la vuelve a bajar, se siente pesada.
Él se gira entonces y se encamina de vuelta al bosque; el viento
lluvioso agitando sus alas un poco. Ella va a seguir. Pero ahora sabe qué
quiere: volver a Bradwell, encontrar un comienzo.
Ahora camina rápido, temblando de alivio y alegría, marchando con
un propósito. Tiene que encontrar ese lugar seguro. Camina por un rato, y
entonces un zumbido corta el aire—un burlón zing terminado en un thunk justo sobre su cabeza. Mira arriba al árbol a su espalda, y allí
alojado en profundidad en la corteza, hay una cuchilla gruesa, afilada de todos
lados.
Hay Madres allí afuera. Por eso probablemente esta parte del
bosque no fue quemada. Ha sido resguardada pesadamente.
Pressia se mantiene agachada pero grita. -¡Soy sólo una niña! ¡Soy
amiga de Lyda! ¡Mi nombre es Pressia y conocí a su Buena Madre! ¡Estoy sola! ¡No
hay Muertos conmigo! –Pero no es sólo una niña—es una esposa. No está sola,
aunque parezca así. Tendrá a Bradwell, para siempre.
El bosque está en silencio. Se mueve detrás de un árbol. Otra cuchilla
zumba en el aire, enganchando su saco al árbol detrás. Quiere desgarrar el
abrigo y liberarse y correr, pero no se debe jugar con las Madres. Si las
desafías, pueden contraatacar con brutalidad.
Alza la cabeza de muñeca en el aire. -¿Qué quieren? –Grita al
bosque. -¡Me rindo! ¿Bien? –Espera que Bradwell se haya ido hace rato, que ni
siquiera pueda escuchar el eco de sus voces. –Me rindo. –Y cuando dice de nuevo
esas dos palabras, parecen la cosa más real que dice desde hace tanto tiempo. Me rindo. Estoy
cansada. Llévenme.
Finalmente, escucha una voz de mujer, cortante y clara.
–Agárrenla. -Dice. –Es nuestra ahora.
LYDA
CONVIRTIÉNDOSE
Lyda está oculta en su otro mundo.
El orbe—puesto en el mundo exterior—existe en el cuarto del bebé ahora. Es
donde mantiene las cenizas de los libros de bebé quemados y la fila de tiras
cilíndricas de la cuna que afiló en lanzas. La puerta permanece cerrada. Si
alguien pregunta dice. -¡Es una sorpresa! ¡Para Perdiz!
Perdiz ordenó que más guardias vigilen su puerta. Una pequeña
armada está allí ahora. ¿Está asustado de que alguien la ataque? ¿O se está
asegurando de que nunca se vaya?
Trabajó duro en ese cuarto pequeño, y ahora yace en la cama,
limpia y oliendo bien, su cabello húmedo por una ducha de mediodía. Le escribe
otra carta a Perdiz. Ha escrito tantas que perdió la cuenta. Se las da a
Beckley cuando lo ve—cada pocos días hace una ronda—pero él nunca tiene nada
para ella.
-¿Qué dice cuando se las das? –Preguntó.
-Sonríe y se las guarda en el bolsillo—para leer más tarde,
supongo.
-No entiendo por qué no me escribe devuelta.
-Está ocupado. Ya sabes—planes.
Planes de boda. Sí, lo sabe.
Perdiz,
¿Cuándo vas a volver? Me
estoy convirtiendo.
¿En qué se está convirtiendo? No lo sabe. Parece más honesto decir
sólo que se está convirtiendo. La
transformación es lo que importa, tal vez más que el resultado.
Piensa en escribirle que está anidando—un término que aprendió en
la academia femenina en una clase de cuidado infantil, una que Chandry usa a
menudo cuando viene para sesiones de tejido. Le gusta la palabra porque cuando
estaba en la academia de chicas, amaba caminar por el aviario, mirando a las aves
fortificar sus nidos. Sus instintos de anidación pueden no ser lo que Perdiz
espera, pero siente como si estuviera construyendo un lugar para ella y este
niño—sólo para ellos. Se siente a salvo en el cuarto del bebé. Pero yaciendo
allí, en su propia habitación, sobre sábanas frescas, habiendo alisado su
cabello peinándolo, es vulnerable.
Algo viene. Las cosas están inestables. No es sólo que Willux murió.
Es como si el aire estuviera agitado, inflamable. Y mientras Perdiz está allí
afuera, ocupado con sus planes de boda, ni siquiera lo nota. Nadie parece
hacerlo. Los guardias se mantienen firmes afuera de su puerta. Chandry viene y
va. A veces, Lyda mira por la ventana y ve a gente en las calles, rebosantes de
paquetes, paseando perros en miniatura, empujando carritos.
Volvió todo casi por completo a la normalidad—como si la verdad
nunca hubiera sido dicha.
A veces, le escribe a Perdiz,
Siento como si el fuego
estuviera dentro de mí. No sé en qué me estoy convirtiendo. Pero creo que es
para ayudarme a encontrarme algún futuro que no puedo imaginar, pero que viene
de todas formas.
¿Cuándo te veré de nuevo? ¿Alguna
vez?
Te quiere,
Lyda
PRESSIA
MADRES
Las Madres emergen del bosque
una a una. Un arbusto se vuelve un cuerpo. Una mujer salta desde las delgadas
ramas de un árbol. Está oscuro, y sus cuerpos—vivos con la inquietud de sus
hijos—son difíciles de distinguir. Una de las Madres dice. –Llévenla al
campamento. Vigílenla de cerca. Mandaremos palabra a Nuestra Buena Madre de su
presencia. –Pressia, todavía clavada al árbol por el dardo en su abrigo, no
está segura de qué pensaría su Buena Madre de ser una de las prisioneras.
Dos Madres caminan hasta ella, una en una capa de lana y la otra
de pelo blanco.
Pressia espera que no le confisquen la mochila. Eso es lo más
importante.
La de cabello blanco saca la cuchilla del árbol—dejando un corte
fresco en el saco de Pressia—y mete el dardo devuelta en un bolso pequeño atado
sobre su hombro. -Por aquí. –Dice. –Las manos en la cabeza.
Pressia camina entre las dos Madres. Le empiezan a doler los
brazos. Puede ver a sus hijos ahora—uno en el hombro de su madre, otro curvado
en el pecho de la suya.
-Evitaron que esta parte del bosque ardiera. –Susurra Pressia.
Ellas asienten, guiándola a través de un pequeño cobertizo
camuflado. Dentro, Pressia ve aparatos raros—¿catapultas sobre ruedas?—y
canastas de lo que parecen granadas. –Hice algunas de esas de las arañas
robóticas mandadas de la Cúpula.
-Y nosotras continuamos el esfuerzo. –Dice la mujer de cabello
blanco. –Estamos en la primera línea de defensa. Derribamos a las nuevas
Fuerzas Especiales cuando salen y descienden, cuando siguen desorientados. –La
Madre se detiene ante un gran barril lleno de pistolas recién pulidas. –Les
arrancamos las armas, las limpiamos. La pila de stock crece.
Pressia recuerda al niño de las Fuerzas Especiales—no un Puro, un
Miserable. -¿No son algunos jóvenes?
-Mandan a sus niños a morir. Nosotras obedecemos. –La madre de
pelo blanco bizqueó al mirar a Pressia. -¿Por qué estás aquí?
No quiere decirles. Las Madres son erráticas—calmas y después
asesinas, capaces de casi cualquier cosa. –Buscaba a alguien.
-¿A quién? –Dice la Madre del pelo blanco y Pressia se pregunta si
la mujer en la capa de lana siquiera tiene voz ¿Es muda?
-Los chicos que fueron Purificados en la Cúpula, especialmente una
niña llamada Wilda.
La Madre en la capa de lana hace un sonido de cacareo con la
lengua, como si Pressia dijo algo incorrecto y la Madre le estuviera
reprimiendo.
-Deja de buscar. Es una pérdida de tiempo. –Dice la madre de pelo
blanco.
-¿Porque están muertos o porque están escondido en alguna parte?
-Algunas preguntas es mejor dejarlas sin respuesta. –Dice la
Madre. –Además, estás mintiendo.
-No lo estoy.
-No estás diciendo toda la verdad, lo que es mentir.
La Madre en la capa de lana cloquea con la lengua de nuevo.
La del pelo blanco se estira y saca una de las pocas hojas de una
rama encima de sus cabezas. Dice. –Esta es una temporada de muerte. No estamos
seguras de si va a haber otra primavera.
-¿A qué te refieres? -Dice Pressia. –La tierra ha durado hasta
ahora. Por supuesto que va a haber otra primavera. –Piensa en Bradwell diciendo,
Si no nos volvemos a ver…
-Después de que tomaron a Lyda, decidimos que nunca recularemos.
Algunos dicen que es un deseo mortal. Nosotras no deseamos morir. Ya estamos
muertas.
-¿Tomaron a Lyda? Ella iba a entrar a la Cúpula con Perdiz. No fue
tomada. Fue por su cuenta…
-¡Fue tomada! –Dice la madre de pelo blanco.
-Mmmhmm. –La madre en la capa de lana ronronea desde la parte
trasera de su garganta.
Pressia no está segura de en qué creer. Las Madres a veces se
cuentan las historias que quieren creer. Pressia no puede culparlas. Pero justo
ahora, desearía entender. -¿Qué pasó? Díganme.
La Madre en la capa de lana sacude la cabeza y mira a las otras
Madres.
-No puedes ser confiada. –Dice la Madre de pelo blanco.
-Pero necesito saber. Lyda es mi amiga. Es como una hermana para
mí ¿Entienden? –Las Madres construyeron sus vidas alrededor de la noción de
hermandad. Intercambian una mirada.
-No. –Dice la Madre de pelo blanco. –No te diremos nada.
Caminan por bosque, adentrándose más y más, hasta que está
completamente oscuro. Llegan a un pequeño campamento de cobertizos. Las Madres
llevan a Pressia a una de las carpas pequeñas.
La madre de cabello blanco dice. –Ya puedes bajar los brazos.
Pressia se los frota, hormigueándole por la falta de sangre. La
Madre de la capa de lana ve la cabeza de muñeca, se estira y la acuna en sus
pálidas manos en carne viva.
La Madre de pelo blanco asiente y dice. -Es como si fuera una de
nosotras.
La Madre en la capa de lana ronronea de nuevo.
-¿Una de ustedes? ¿Por qué dicen eso? -Dice Pressia. No es en nada
como ellas. No es una mujer que ha sido desertada, y nunca lo será. Tiene a
Bradwell—aquí, ahora y en el más allá. Las Madres la asustan. Siempre lo
hicieron. Su fuerza subyacente se dispara con algo vicioso. Es como se
mantuvieron con vida. –Es sólo una muñeca.
-Es parte de ti ¿O no? –Dice la Madre de pelo blanco. –Te define por
completo, y entonces, de nuevo, no te define en absoluto—como la maternidad.
Serás una de nosotras. Es cuestión de tiempo.
Pressia aprieta la cabeza de muñeca contra su pecho, pero no sabe
qué decir. No quiere ser parte de esta tribu de mujeres. Quiere superar esto y
construir una vida con Bradwell. Si no nos volvemos a ver—el simple pensamiento la asusta.
La madre de pelo blanco dice. -Estaremos haciendo guardia. No
intentes escapar o la próxima vez que disparemos te apuntaremos al corazón.
asgfchghgm gracias por traducirla :)
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