lunes, 7 de julio de 2014

Arder/Quemar - Capítulo 16: Carbón - TRADUCIDO - Julianna Baggott

PERDIZ
CARBÓN
Arvin Weed lleva a Perdiz y Beckley a través de un ala del centro médico. Arvin le está explicando que la Sra. Hollenback coparte un cuarto que se suponía que era simple. –Nada que pudimos hacer en el momento. Por supuesto, los otros dos pacientes han sido movidos temporalmente—para darles privacidad. Ha sido una casa de locos. –Le dice Weed. –Llegó un punto donde teníamos camas alineadas en el corredor.
Esto hace que el pecho de Perdiz se contraiga. Le gustaría que sea su padre muerto el que siga cargando con la culpa, pero ¿Por cuánto tiempo lo podrá mantener? Racionalizando—eso es como Weed lo llamó, y tenía razón.
Pasan al lado de sólo un par del personal médico, hablando por sobre una pila de historiales. Todas las puertas por las que pasan están cerradas. Se siente culpable de haber pensado que Foresteed exageraba con la epidemia de suicidios. Tal vez Perdiz sólo quería una razón para no creerlo y aceptar la culpa.
-¿Sabe la Sra. Hollenback que vengo? –Pregunta Perdiz.
-Pedí tenerla vitalizada para la visita. Le pregunté a muchos de los empleados si está lista. –Dice Arvin. –Pensaron que, en realidad, le haría bien. Te amó como a su propio hijo, ya sabes.
Perdiz sabe que lo aceptó en su hogar y fue amable con él, pero siempre se sintió una carga en algún punto. –Fue buena conmigo. –Dice.
Llegan a la puerta de la Sra. Hollenback. Su nombre está en un marco adherido a la pared: HOLLENBACK, HELENIA. MUJER. EDAD 35.
¿Sólo treinta y cinco? Siempre había parecido mayor.
Weed se aleja unos metros de la puerta. Es raro para Perdiz qué tan crecido está Arvin—un doctor, un científico, un genio. Weed lo odia desde hace rato—eso es lo que Perdiz descubrió de su acalorada conversación. Aun así, no puede evitar impresionarse; ya parece un adulto y Perdiz siente que él sólo lo finge.
-Tus padres deben de estar orgullosos de ti. –Dice Perdiz, tal vez para entretenerse—le asusta la condición en la que podría encontrar a la Sra.
Hollenback. -¿Cómo están? –Puede no estar seguro de qué lado está Arvin, pero sus padres estaban, ambos, en la lista de su madre—Cygnus, los tipos buenos.
-En realidad, se resfriaron.
-¿Resfríos? Nada serio, espero.
-Nada serio. –Dice Arvin y palmea a Perdiz en el hombro. –Buena suerte allí dentro.
-Haré guardia. –Dice Beckley.
Perdiz asiente, toma un respiro y golpea.
-Tendrás que abrir la puerta. –Dice Weed. –Su voz no es lo suficientemente fuerte como para decirte que pases. Estaré en la estación de enfermeros.
-Espera. –Dice Perdiz. -¿Me vas a decir cómo trató de hacerlo?
Weed sacude la cabeza. –Ella te lo dirá si quiere hacerlo.
Perdiz pone la mano en la manija, la gira lentamente, y entra al cuarto. Es blanco y está limpio y brillantemente iluminado. Camina pasando dos camas vacías. Las de los pacientes mudados para la visita de Perdiz tienen correas colgando sueltas en sus marcos, lo que le da un escalofrío.
Escucha la voz de la Sra. Hollenback, un susurro ronco. -¿Eres tú?
Camina hacia la cortina que rodea su cama, estira el brazo—y piensa en su propia madre, la difusa memoria de un cuarto pequeño donde él y Pressia la encontraron nuevamente, la cápsula cubierta de vidrio, su rostro sereno, sus ojos abriéndose… corre la cortina y dice. –Sí. Soy yo.
Está delgada y pálida. Tiene los ojos vacíos. Lleva puesto un traje de hospital demasiado grande para ella y se abre tanto en el cuello que lo sostiene con una mano, como si rogara lealtad. Pero la parte más inquietante de su aspecto es su boca. Está ennegrecida—sus labios se ven cenicientos cuando sonríe, incluso sus dientes son oscuros, como si hubiera mordido un pedazo de carbón, como si su boca fuera un pozo oscuro.
Ella estira su mano.
Perdiz se le acerca rápidamente y la toma. Se siente fría y huesuda, como la de un niño en invierno.
Dice, -Oh, Perdiz. –Su voz es áspera.
No está seguro de si lo dijo con ternura o con un toque amonestador. Ha sido una madre amable con él. En los últimos años, ella fue quien le puso los regalos de navidad debajo del árbol, quien le dio una cama calentita y lo alimentó de sus raciones de comida de los domingos. Julby y Jarv lo trataban como a su hermano mayor. -¿Cómo estás? –Pregunta.
-Bien. –Dice. –Viva, ¿No es cierto? –Su cara se tensa en una dolorosa sonrisa.
–Cuando te mejores, tendremos una cena juntos. Tu familia, yo e Iralene. –Dice queriendo hacer lo que sea para mejorar las cosas. -¡Te debo tantas cenas!
Ella sacude la cabeza. -Oh, Perdiz.
-Eres como de mi familia. –Dice él.
Ella gira la cabeza hacia la almohada. -¿Qué sabemos sobre familia aquí? –Susurra.
-Tú me enseñaste sobre familia. –Dice. –Y Jarv está en casa, ¿O no? ¿No quieres ir a casa con Julby y Jarv?
-Jarv. –Cierra su puño sobre su bata de hospital, torciéndolo con fuerza, y cierra los ojos. -¿No sabes por qué no está bien? ¿No lo sabes?
-No. –Dice Perdiz suavemente.
-Viene de mí. –Dice ella, abriendo los ojos y volviéndose hacia él. –Estoy mal por dentro. Enferma. Si me abrieras con un corte, Perdiz, no habría nada más que putrefacción ¿Entiendes? He estado muriendo desde que entré a la Cúpula. Pudriéndome desde el interior.
-Eso no es verdad. Eres tan buena madre y maestra. Todo el mundo te ama.
Ella sacude la cabeza. –No me conocen.
-Yo lo hago. –Dice Perdiz. –Te conozco y te amo.
-¿Sabes qué hice para estar en esta cama de hospital?
No está seguro de querer saberlo. –Es personal. No tienes que decírmelo si no quieres.
-Tomé todas las píldoras. Las de Jarv, las de mi dolor de cabeza, las de la espalda de Ilvander, incluso las que son para calmar a Julby cuando entra en uno de sus ataques. Las tomé todas. Quería morir. Necesitaba morir. Pero no me dejaron. Comprimieron mi estómago y me dieron tablas de carboncillo y trataron de limpiarme. No hay manera de limpiarme—no realmente. No, nunca.
-Sra. Hollenback. –Dice Perdiz. –No…
Ella se estira y le agarra la manga. –Dijiste la verdad. –Dice. –Me despertó.
No quiere empezar a llorar, pero puede sentir su pecho comprimiéndose por la culpa. –No quise decir lo que dije. No de la forma en la que lo escuchaste. No quería decirlo, Sra. Hollenback. Si hubiera sabido que alguien hubiera hecho esto, no habría…
-¿Sabes a quién dejé morir allí, afuera de la Cúpula? Mi padre era amigo con alguien que tenía lugares reservados para él, su esposa y sus dos hijas. Aunque una de ellas era revolucionaria. Le dijo que se negaba a ir. Escuché a mi padre y su padre hablando. Él dijo: ‘Si sale repentinamente mal, nos llevaremos a una de tus niñas con nosotros. Ella tomará el lugar de la nuestra. Desearía poder ofrecer más.’ Tenía dos hermanas ¿A cuál elegirían mis padres? Tenía una ventaja. Era la única que sabía que competíamos. No quería soltar que lo sabía y, en su lugar, Ilvander, que ya tenía un lugar, hizo un plan conmigo. Les dije a mis padres que estaba embarazada. Sabía que esto nunca se expondría como una forma de ser elegida. Había tanta vergüenza en ello y, aun así, también sabía que mis padres elegirían mandarme si estaba embarazada, con un niño dentro de mí. Y entonces todo sucedió más rápido de lo que nadie esperó. Fui traída dentro. Mis hermanas no. Se quedaron atrás con mis padres y seguramente murieron. Tú lo dijiste—somos todos cómplices. Yo también soy una asesina, Perdiz, como tu padre. Los dejé morir. Debería haber perecido con ellos.
La historia sorprende a Perdiz. Sólo es capaz de murmurar. –No digas eso. El suicidio nunca es la respuesta.
-Esto no fue un suicidio. Fue una muerte en deuda desde hace mucho tiempo.
Está entrando en pánico ¿Cómo pude corregirlo? –Mi boda es algo que esperar con ansias. Quiero que estés allí—toda tu familia—en la fila delantera.
-Dijiste la verdad.
-¿Qué pasa si estaba mintiendo?
-No lo estabas.
-Qué si te dijera… -Y por unos pocos segundos, deja de respirar ¿Puede decirle la verdad? ¿Puede ahorrarle un poco de culpa? –Yo también soy un asesino.
-Eras demasiado joven. No entendías lo que sucedía—no como nosotros. No.
-No lo entiendes. –Dice. –Lo maté. Soy un asesino.
La Sra. Hollenback busca su rostro. -¿Lo mataste? –Dice, pero él está seguro de que sabe de qué está hablando.
-Debía detener a mi padre. –Ahora que dijo estas palabras en voz alta, quiere contarle todo. –No tuve opción. Planeaba…
Con una mano, ella presiona sus dedos contra su boca, y la otra se toca sus propios labios ennegrecidos. Sus ojos tiemblan con lágrimas. Sacude la cabeza y deja que su mano caiga sobre la cama. Mira al techo.
-Perdónanos. –Susurra ella. –Perdónanos a todos.


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