IL CAPITANO
MEJOR
El atardecer se acerca, ¿Pero
cuántos días han pasado? ¿Dónde está Bradwell? La ciudad rota y humeante ha
perdido sus bordes. Las sombras la llenan como piletas de mareas. Las esternías
están silenciosas ¿Fueron todos los Terrones quemados vivos? Las calles están
casi igual. Il Capitano pasa una pila de cuerpos cubiertos por una lona, pero
puede ver una mano quemada envuelta, un pie rígido embadurnado con metal.
Bradwell se fue a decirle a Pressia que la ama ¿Ya la encontró?
¿Se presentará en el punto de reunión? Sabe que ella ama a Bradwell y que nunca
perderá a Il Capitano. –Mejor. –Susurra, y es un viejo pensamiento—uno sobre el
cual se apoyaba cuando mataba Miserables, cuando los usaba de diana, cuando contaba
los cuerpos después de las Muerterías. Mejor muerto que viviendo esta vida, que
es simplemente una muerte prolongada.
Helmud está callado. Debe recordar los humores oscuros de Il
Capitano. Se achica en la espalda de su hermano, no tararea.
Il Capitano se abre camino hacia la vieja cámara del banco. Hay
una buena posibilidad de que ya haya sobrevivientes apretujados allí abajo. Les
dirá que se larguen. Quiere estar solo. Por completo. Nunca lo estará.
Se empuja el cuello de la camisa hacia arriba y camina junto a un
muro que solía ser un edificio. En este momento, Pressia y Bradwell podrían
estar enamorándose de nuevo. Recuerda encontrarlos en el pasaje de roca,
besándose. Y tiene el repentino deseo de embestir a su hermano contra la pared,
de encontrar un palo y golpearlo con él. Todos los viejos hábitos, comodidades—eso
lo atrae: el poder que una vez conoció, el poder que una vez lo conoció.
Deja de caminar, aprieta los puños, y mira al cielo, el humo atravesándolo
con rapidez.
Golpear a su hermano solía hacerlo sentir más vivo. No sabe cómo o
por qué. Quizás era lo más cercano a golpearse a sí mismo.
-No tenemos nada. –Susurra Il Capitano. –Nada. –Agarra el frente
de su abrigo, lo tuerce y grita. No recuerda la última vez que gritó así.
Helmud se aprieta hecho un nudo en su espalda.
-¡Quítate de arriba mío! –Grita Il Capitano. Golpea con el hombro
las costillas de su hermano, lo toma de los brazos y lo tira hacia delante con
tanta fuerza que cae de rodillas. -¡Quítate de arriba mío! –Grita, clavándole
las uñas a Helmud.
-¡Quítate de arriba mío! -Helmud grita, alejándose tan fuerte como
puede, retorciéndose en el suelo mojado. -¡Quítate de arriba mío! ¡Quítate de
arriba! ¡Mí! ¡Mí! ¡Mí!
-¡No, mío! –Grita Il
Capitano. Se estira salvajemente hacia su hermano, quien se arquea y agita.
-¡Mí! –No le importa la bacteria. Nada importa. Puede sentir la cinta
despegándosele de la piel.
Entonces Helmud golpea a Il Capitano con fuerza en la mandíbula. Éste
último está sorprendido. Se congela en cuatro patas. Helmud ladea el puño y lo
golpea de nuevo. Il Capitano rueda y deja al menor contra el suelo. Helmud consigue
ahorcar el cuello de su hermano y lo sigue golpeando en la cabeza.
-No tengo nada. -Le grita Il Capitano. -¡No tengo nada! -Helmud sigue
golpeándolo.
Y entonces Il Capitano deja de luchar. Se cubre la cabeza con los
brazos, se hace un bollo y deja que su hermano le pegue. Helmud no tiene
aliento. Sus nudillos son afilados, y sus golpes le llegan con fuerza y rapidez.
-No tengo nada. -Dice Il Capitano una y otra vez.
Y entonces Helmud dice, -¡-Mí! ¡Mí! ¡Mí! –Pero sigue golpeando a
su hermano, sigue dándole puñetazos hasta que se debilita, hasta que finalmente
se rinde y recuesta, sosteniendo los hombros de Il Capitano. Yacen allí en la
suciedad mojada, murmurando—nada y mí y nada—hasta que Il Capitano no está siquiera seguro de
cuál de los dos dice qué.
Nada.
Mí.
Nada.
PERDIZ
SABIENDO
Es su día de boda. Foresteed la
lanzó sin decirle a él o Iralene por qué, y quizás no haya otra razón que su
posición de poder. Pero el pensamiento—día de boda, mi día de boda—lo sigue sacudiendo como un shock eléctrico. Le
golpea ahora que está parado frente a un alto espejo traído sobre ruedas al
apartamento por el sastre que le hizo el traje. Lleva pantalones negros y
medias y se está abotonando la camisa de vestir mientras el hombre, pequeño y
callado, le abre la bolsa colgando de una percha que contiene el saco del
traje, la faja y el moño. Y Perdiz sólo lo mira. Está completamente mal. Todo
fue un error tan terrible—un pequeño paso a la vez. Susurra. -Una boda. Mi
boda.
-¿Señor? –Dice el sastre.
-Nada. –Dice Perdiz.
Ningún modo de llegar a Lyda. Ninguna respuesta a sus cartas.
Ninguna forma de volver a la cámara de alta seguridad. No puede saber si Peekins
sacó a Belze de suspensión o no. No le es posible volver al cuarto de guerra de
su padre sin levantar sospecha, y parte de él desea nunca ver esa habitación de
nuevo. El solo pensarlo le revuelve el estómago. Esas fotos del pasado, esas
cartas de amor de su desamorado padre. Ningún modo de descubrir qué sucede en
verdad fuera de la Cúpula.
¿Dónde están Pressia, Bradwell, Il Capitano y Helmud? Weed mandó
palabra de que la aeronave aterrizó a salvo, pero más allá de eso, no sabe nada
y no tiene intención de comunicarse.
Y Glassings empeoró. Dijo que no se recuperará, y tal vez no lo
haga. Perdiz se ha estado quedando despierto hasta tarde, sentado en la silla
puesta al lado de su cama. Espera al momento en el que el profesor despierte y
esté lo suficientemente consiente para hablarle, pero eso no pasó. Y desde su
visita a la cámara de alta seguridad, Perdiz estuvo ocupado escribiendo una
lista creciente de posibles contraseñas para desbloquearla ¿Está loco por poner
sus esperanzas en la idea de que uno de los más grandes enemigos de su padre no
esté sólo vivo, sino que sea capaz de ayudarlo? No está seguro de cuándo o de
si conseguirá otro intento para abrir la cámara. Después de su tiempo en los cuartos
de suspensión, la seguridad aumentó. Foresteed debió de haber escuchado algo.
Por ahora, debe mantener la farsa de que tiene el poder para derribar a
Foresteed en silencio ¿Cómo? No está seguro.
Por ahora, se siente solo, alejado.
Enjaulado.
Cuando el sastre está dando vueltas a su alrededor, Beckley entra. –Decorándote, veo.
Enjaulado.
Cuando el sastre está dando vueltas a su alrededor, Beckley entra. –Decorándote, veo.
-Estoy bastante seguro de que me estoy casando. –Le responde, medio
en modo de afirmación y medio como pregunta.
-¿Sabe Iralene? –Dice el guardia bromeando. Pero el chiste cae
plano. Después de todo, está casando a la chica incorrecta.
Perdiz se aleja del sastre y le dice a Beckley. -¿Algo? –Sabiendo
que entenderá que pregunta por Lyda. Siempre es lo primero que pregunta.
-No. –Dice el hombre. –Tienes que tener paciencia ¿o no? No puede
ser fácil.
-Ella fue quien lo presionó. –Dice Perdiz en un susurro. No
escucha sobre ella desde hace tanto y no puede evitar pensar que lo está
castigando ¿O está dudando? Entonces lo golpea. -No crees que me convenció de
hacer esto para librarse de mí ¿No? Quiero decir, ¿Incluso inconscientemente?
–Se niega a murmurar frente al sastre, enfermo de todo el secreto.
-No sé cómo funciona mi propio subconsciente. Mucho menos el suyo.
El sastre tose educadamente para llamar la atención de Perdiz.
Sostiene el saco en su percha de madera.
El chico alza la mano, diciéndole que aguarde.
-¿Así que piensas que es posible? No volvió conmigo a la Cúpula.
Quería que lo hiciera. Le rogué. Pero entonces dijo que se rindió al entrar,
así que pensé… Bueno, pensé que había cambiado de opinión. Pero ahora tal vez
lo volvió a hacer.
-Los dos van a tener un bebé juntos. Ese es un vínculo que dura para
siempre.
-Nos hace padres, Beckley. No significa que estemos enamorados.
–Sus propios padres se desenamoraron. Se imagina que le pasa a la mayoría de
las parejas. Sus padres se quedaron casados incluso aunque su padre sabía que
su esposa se había enamorado de Imanaka y tenido su hija. Perdiz se acerca al
sastre, saca el saco de la percha y se la pone. –El amor no dura. No es
permanente. –Se siente enfermo, tira del saco para hacerlo menos limitante. –Y
ahora es mi endemoniado día de boda.
-Deberías intentar disfrutarlo. –Dice Beckley.
Perdiz mira su reflejo. Es una farsa, un impostor. -¿Cómo se
supone que lo haga? Si Lyda aún me ama, esto dolerá. Si no lo hace, entonces
¿Qué hay peor que eso?
-¿Lo dices en serio? –Dice Beckley.
El sastre le alza el cuello de la camisa y empieza a atar el moño.
Perdiz asiente. –Por supuesto.
-¿Qué pasa si dejaste que Lyda te convenciera de casarte con Iralene
porque es lo que querías—ya sabes, como dijiste, inconscientemente?
-¡No me hables sobre mi subconsciente! –Perdiz se siente
repentinamente furioso. Ahora que está enjaulado, su rabia se enciende con
rapidez.
Beckley se encoje de hombros. –Perdón. No quise tirarte con tu
lógica.
Perdiz lo mira un momento. Hay algo en él diferente a otra gente
en la Cúpula. Tiene estos momentos cuando simplemente debe ser honesto—como si
no pudiera evitarlo.
-¿Qué? –Dice el hombre.
El sastre le está asegurando la faja a la cintura.
-Me negué a elegir a un padrino. –Dice Perdiz. De hecho, Purdy y
Hoppes le dieron una carpeta de padrinos adecuados, y él la cerró y les dijo
que se largaran. –Pero tal vez estaba mal.
-No estás pensando…
-A nadie le importa una mierda como a ti, Beckley. Y eso es lo que
hacen los amigos. –Piensa en Hastings cuando eran compañeros de cuarto. Siempre
discutían. Y después estaba Bradwell, que siempre lo ponía en su lugar, e Il
Capitano, que no era siempre el chico más amable, pero decía lo que pensaba.
-¿Lo harás?
-Creo que se supone que elijas a alguien de tu… bueno, de tu clase
social.
-Ahí está el beneficio extra. Eligiéndote enojaré a un par de
personas de esa clase.
-No sé.
-Mira, tienes que pararte a mi lado como mi guardia de todas
formas. Podrías tener algo real que hacer mientras estás allí. Sólo tienes que
pasarme un anillo, creo. Puedes hacerlo ¿O no?
-Creo que también hay un brindis. Tengo que pararme y decir algo.
-Sólo di: ¡A la hermosa pareja! ¡Alcen sus copas! ¡Salud! Eso es todo.
-¿Por qué no alguien más?
-¿Cómo quién? ¿Weed? ¿Piensas que su mandíbula sanó? ¿Es capaz de
volver a masticar comida sólida?
-Creo que esa no sería la mejor opción.
-Eres tú, Beckley. Así que pongámoste un traje ¿Bien? Si alguien
pregunta, puedes decir que sólo sigues órdenes. –Estira la mano y el guardia la
sacude. Cuando suelta, dice. –Esto sigue siendo lo correcto para la gente ¿no?
Sólo me gustaría escuchar a alguien diciéndolo.
-Es lo correcto para la gente. –Dice Beckley. –Lo necesitan.
-Lo sé. –Se siente de repente nervioso. Es su boda—vergüenza y
todo. Tiene que hacerlo bien. Su padre no está aquí—lo mató. Lo asesinó. Pero
ahora necesita a alguien que le dé consejo ¿No es eso lo que necesita un joven
en su día de boda? Se calza los zapatos. –Necesito ver a Glassings.
-¡Pero, señor! –El sastre no terminó.
-Suficientemente bien. –Dice Perdiz.
Camina por el corredor y lentamente abre la puerta de Glassings. El
cuarto está bien iluminado. El hombre tiene una almohada apoyada detrás de la
espalda, y como la hinchazón bajó un poco, se ve amarillento y demacrado.
Sabe que posiblemente no despierte, e incluso aunque lo haga, no
estará lo suficientemente lúcido para aconsejarle. Pero aun así, acerca la
silla al costado de la cama y se sienta. –Voy a casarme. –Susurra. -¿Qué piensas
de eso?
Los párpados de Glassings revolotean.
Posa una mano sobre la de su maestro, que está fría y seca. –Dime
qué hacer. –Dice. –Tengo miedo. –Se suponía que Cygnus estaría a su lado.
Glassings se lo prometió. -Cygnus es un montón de cobardes ¿o no? ¿Dónde están
ahora? ¿Sentados en sus departamentos viendo las calles? –Aleja la silla. Se
frota el nuevo meñique.
Glassings comienza a toser, su pecho agitándose, y es como si el
dolor de sus costillas rotas lo despertaran. Sus ojos son sólo rajas acuosas. Perdiz
dice. –Estoy aquí. Estoy justo aquí.
La mirada de Glassings encuentra la del chico. Le asiente, como si
quisiera que se acercara.
Perdiz lo hace. -¿Qué se supone que haga? –Dice.
-La próxima cosa buena. –Susurra Glassings. –Y luego la siguiente.
Si cada uno es un paso bueno, avanzarás.
-Estoy casando a Iralene. Se siente como el paso equivocado. –Está
desesperado. Necesita que Glassings le diga qué hacer. Se siente como si corriera
fuera de control hacia un brisco y este hombre le pudiera decir cómo apretar el
freno.
Glassings mira a Perdiz. Hace silencio por un momento. -¿No la
amas?
-Se supone que me case con Lyda.
Glassings estrecha los ojos. –Responde la pregunta.
Tal vez le esté diciendo que debería amar a Iralene ¿Haría eso las
cosas mejor, más seguras, más claras? No estaba seguro de sí mismo ante ese
micrófono diciendo la verdad, y ahora se está ahogando de culpa. Más que nada,
ya no confía en su propio juicio. Quiere decir que no ama a Iralene, pero
piensa en cuando la sostuvo y giró, la falsa luz solar en su cabello. –No
importa a quién ame. Mi vida no me pertenece.
-De nuevo. –Dice Glassings. –No respondiste la pregunta.
-¿Qué pasa si no sé?
-Hay cosas que simplemente debes saber.
PRESSIA
JUNCO HUECO
Antes de siquiera abrir los
ojos a la mañana, Pressia piensa en el beso de Bradwell. Así es como ha sido
cada despertar desde la última vez que lo vio. Recuerda la sensación de sus
labios húmedos contra los de ella, su piel, la dureza de sus músculos contra su
pecho cuando la levantó del suelo y la suavidad de sus alas. Quiere quedarse en
ese ensueño, pero escucha un pequeño tosido y cuando abre los ojos la sorprende
el rostro de un niño mirándola. Agarra la mochila con la que duerme. Está en el
palé que las Madres le ofrecieron sobre el frío piso dentro de una tienda
chica. La luz es difusa. Es temprano en la mañana. Las Madres le dijeron que
ayudarían, pero no habían dicho cómo o cuándo. Una mano frota el pelo del niño.
Pressia alza la vista y ve a una mujer mirándola. Tiene palabras quemadas en una
mejilla, revertidas, pero todavía legibles: LOS
PERROS LADRABAN CON FUERZA. CASI HABÍA ANOCHECIDO.
-¿Madre Hestra? –La reconoce de la última vez que vio a Perdiz y
Lyda—en el carro de subte atascado bajo tierra.
Madre Hestra asiente. –Estoy aquí para hacerte entrar.
-¿A dónde? –Por un momento, piensa que va a llevarla a la Cúpula,
pero eso no tiene sentido.
-Con Nuestra Buena Madre. –Dice Madre Hestra. –Ahora. No hay
tiempo que perder.
En unos pocos minutos, Pressia tiene la mochila colgada nuevamente
y sigue a Madre Hestra por el bosque. Ésta cojea, con el peso a un costado de
su niño, pero es extrañamente ágil. Pressia come una tortilla que le cocinaron
sobre una fogata en el campamento. El aire sigue ahumado. La lluvia se había
detenido. Sabe que debe tratar de convencer a Madre Hestra de dejarla ir ¿Pero
cómo? Empieza con el terreno conocido. -¿Se llevaron a Lyda? Una de las Madres
me dijo que la forzaron
a entrar a la Cúpula.
-¿No escuchaste de ella? –Dice Madre Hestra.
-¿Cómo podría hacerlo?
-Está del lado de Perdiz. Es tu hermano. Tiene maneras ¿o no?
-Ni siquiera sé si fue sola o a la fuerza. Lo último que escuché
es que iba a entrar con Perdiz. –Cruzan un pequeño arroyo, saltando de roca en
roca.
-Tiene su propia vida. Tomó sus propias decisiones. Quería
quedarse.
-¿Y se la llevaron? ¿Contra su voluntad?
Madre Hestra se detiene. Quiebra un junco hueco y silba dentro—una
nota baja y triste—y entonces se lo entrega a su hijo, que juguetea con él
feliz.
-Fue durante la batalla. Atacamos la Cúpula ¿No escuchaste? –Dice cuando
comienzan a moverse de nuevo por entre los árboles.
¿Es por esto que la Cúpula disparó en respuesta? -¿Está la Cúpula
siendo retribuida entonces? ¿Es de eso que se tratan los incendios y muertes?
Madre Hestra usa los árboles para empujarse y Pressia empieza a
hacer lo mismo, aguantando un ritmo rápido.
-Hubo un periodo de calma, y entonces comenzaron los ataques. Sólo
podemos adivinar.
-Pero Willux murió. Perdiz está a cargo ¿Cómo puede estar esto
pasando?
Madre Hestra se detiene y gira. -¿Willux está muerto?
Pressia no debería haber dicho esto. Siente el retorcer enfermo de
una daga en su estómago. Esto es malo. Muy malo. Pero no puede retractarse. El
rostro de la Madre Hestra se congeló un una mirada intensa. Pressia asiente.
-¿Y Perdiz es quien nos está mandando estos Muertos a matarnos?
¿Perdiz?
-No creo que sea él ¡No puede ser!
-Pero está a cargo. –Dice Madre Hestra. –Lo dijiste.
-No le digas a Nuestra Buena Madre. –Le ruega Pressia.
-¿Cómo podría ocultar esto de ella? ¿Cómo podría escondérselo a
mis hermanas compañeras? Nuestra Buena Madre estará furiosa. Es impredecible
qué puede liberar. Desprecia a todos los Muertos pero parece que Perdiz le
disgusta con una venganza especial.
-Sólo necesito tiempo. Por favor, si…
-¡Silencio! –Madre Hestra se tensa. –Sigue. –Dice retomando el
paso.
-Por favor no me lleves a Nuestra Buena Madre. –Dice Pressia. –Por
favor. Es importante, Madre Hestra. De vida o muerte.
La mujer para y se agacha. Le hace señas a la chica para que haga
lo mismo. Pressia se sienta con la
espalda contra un árbol. Mira al cielo—gris, siempre gris, con extremidades
oscuras cortándolo como un vidrio fracturado. Es prisionera. Falló. –Por favor,
Madre Hestra. –Dice de nuevo.
La aludida se lleva la mano a la boca y deja salir un extraño
sonido de ave
—un cu largo y suave.
Pressia quiere llorar. Piensa en correr, pero sabe que las Madres
están bien entrenadas. No llegaría lejos.
Y entonces hay un cu en
respuesta. Se propaga por el bosque.
Pressia agarra el abrigo de Madre Hestra. –Por favor. –Dice otra
vez.
-Calla. –Dice a mujer. –Sé por qué estás en estos bosques. No buscas
niños muertos ¿O no? Quieres entrar. A la Cúpula. Voy a llevarte allí.
-Pero Nuestra Buena Madre…
-Voy a desobedecerla. Pagaré el precio. Cuando escuché que estabas
aquí, me presté voluntaria para ser la guardia de prisión que te trajera. Como
hermana de Perdiz, eres la única que puede entrar y esperar cualquier
protección, aunque eso también podría convertirte en un objetivo. Debes ser tú.
-¿Cómo sabías que quería entrar?
-Lo haces por Lyda. –Dice Madre Hestra. –No puede tener a su bebé
dentro de la Cúpula. No sería seguro. No estaría bien. Ella pertenece aquí.
-¿Su bebé? –Espeta Pressia. Está sorprendida. Debe de haber un
error.
-El bebé de Lyda. –Dice Madre Hestra, confundida porque Pressia no
sabe. –Perdiz es el padre.
-¿Qué?
-Está embarazada. En cinta. No desde hace mucho.
¿Perdiz y Lyda van a tener un bebé? –No ¿sabía. -¿Es Lyda sagrada?
¿Está sola? Pressia quiere verla y decirle… ¿Qué? ¿Que todo va a estar bien?
¿Lo estará? No puede mentirle. Las voces por la ciudad, llamando a sus niños
perdidos—Lyda y Perdiz tendrán un niño propio por el que temer, por el que
luchar, al que llamar…
-¿Cómo podrías no saber? –Dice Madre Hestra. -¿No es por eso por
lo que va a entrar—para salvarla?
-Voy a entrar porque tengo lo que se necesita para curarnos. Si
puedo llevarlo a los científicos de la Cúpula, podemos deshacer nuestras
fusiones sin efectos secundarios. Podemos completar a los sobrevivientes de
nuevo. A todos nosotros. –Mira al niño en la pierna de Madre Hestra. Él la
observa, escuchando, asiéndose al junco con lágrimas temblándole en los ojos.
Las mejillas de Madre Hestra se ruborizan. Aprieta la mandíbula.
–No hay cura para esto ¡Ninguna!
-¡Pero la hay!
-Pensé que estabas en estos bosques para prepararte para salvar a una hermana, una hermana embarazada ¿Sabes cuánto ha pasado desde que sostuvimos un bebé de las nuestras? ¿Sabes? ¡Este niño es nuestro nuevo comienzo!
-¡Pero la hay!
-Pensé que estabas en estos bosques para prepararte para salvar a una hermana, una hermana embarazada ¿Sabes cuánto ha pasado desde que sostuvimos un bebé de las nuestras? ¿Sabes? ¡Este niño es nuestro nuevo comienzo!
-Ibas a hacerme entrar. Hazlo. Ahora que lo sé, haré lo mejor que
pueda para sacar a Lyda. Lo prometo.
El cu llega de nuevo—esta
vez más cerca. Madre Hestra mira hacia la dirección por la que vino. –Si
Nuestra Buena Madre sabe que Willux murió, presentirá debilidad. Y si sabe que
Perdiz está al mando, querrá matarlo aún más.
-Y si ataca. –Susurra Pressia. –Sólo causará más muertes, y Lyda
está allí adentro. Si me das tiempo, puedo ir e intentar sacarla antes de que
ataquen. –No se atreve a decirle sobre la bacteria que puede derribar la Cúpula.
La necesita tranquila, enfocada.
Madre Hestra agarra el brazo de Pressia. –Me prometes que la
sacarás.
-Prometo tratar.
Madre Hestra se presiona los dedos contra la frente, cierra los
ojos. –Doce Madres murieron en ese puesto donde dormiste—sólo en ese. Siete de
ellas tenían niños—también están muertos. La tumba masiva está llena. Empezaron
otra ¿No nos había brutalizado el padre de Perdiz lo suficiente?
-No sabemos si Perdiz hizo esto. No lo hacemos.
-Mátalo. –Dice Madre Hestra. –Entra y mátalo.
Pressia sacude la cabeza. –No orquestó este nuevo ataque. No lo
haría. Nos conoce. Se preocupa por nosotros.
-Está a cargo. Esto es lo que pasó. Son hechos.
-Debo tener fe en él.
-Los Muertos sólo derrochan la fe. No merecen nuestra confianza.
El cu llega de nuevo,
más fuerte, más urgente.
-No puedo matar a mi hermano. No lo haré. Pero trataré de sacar a
Lyda. –Recuerda la última vez que la vio, cuando estaban en las esternías a
punto de ser ejecutados ¿Es aquí donde pertenece? ¿En lo salvaje? Si quiere
salir, Pressia la ayudará de todas las formas que pueda. –Ten fe en mí.
El hijo de Madre Hestra envuelve sus brazos en la cintura de su
madre, sosteniéndose con fuerza. Ella lo besa en la parte superior de la
cabeza. –Pagaremos. –Dice. –Cuando Nuestra Buena Madre sepa todo, pagaremos.
Pressia siente un pulso de rabia golpear dentro suyo. –Eso no es
justo. –Mira al niño. –No puedo pedirte que hagas esto.
El cu hace eco de nuevo.
-Sobreviviremos. Es como fuimos construidos. –Madre Hestra toma la
mano de Pressia y entrelaza sus dedos. –Cuando veas a Lyda, dile que nos
preocupamos. Era como una de las mías para mí. Mía propia. –Su hijo la mira y
ella lo toma suavemente por la barbilla, como para decir: No te preocupes. A ti te quiero más.
Y entonces Madre Hestra se lleva la mano a la boca de nuevo y su cu flota en el aire matutino, rebarbando
en el bosque.
No hay comentarios:
Publicar un comentario