sábado, 23 de agosto de 2014

Arder/Quemar - Capítulos 39: Brillo y 40: Puertas - TRADUCIDOS - Julianna Baggott

LYDA
BRILLO
Lyda está arreglada como si fuera una invitada en la boda. Su vestido es de tafetán azul, con dobladillo a media espinilla. Lleva tacos que fueron teñidos para combinar con el vestido y su cartera azul, que sólo tiene una cosa dentro—Freedle, envuelto con soltura en una toalla de mano. Quería tener una pieza del mundo exterior con ella. Freedle es confortante. Sabe que lo necesitará.
Se sienta con rigidez en el sillón, junto a Chandry Culp, la mujer a cargo de enseñarle a tejer. Ella arregló todo esto y está aquí con su esposo, Axel Culp, y su hija, Vienna—como si fueran viejos amigos de la familia reuniéndose para algún anuncio público importante.
A Vienna no le gusta la salsa. -¡Es demasiado picante! –No le gustan las zanahorias. -¡La textura no es realista! –No le gusta la forma en la que su madre la peinó. -¡Está demasiado esponjado!
Lyda quiere encontrar el momento adecuado para clamar que se siente débil y nauseabunda y retirarse gentilmente a su cuarto. Honestamente, está cansada. No ha estado durmiendo mucho. Cada vez que cabecea, se despierta minutos después, jadeando como si no hubiera suficiente oxígeno en el aire, como si se estuviera sofocando.
¿Por qué creen que quiere ver a Perdiz casándose con Iralene? ¿Es una prueba? ¿Se supone que demuestre que su relación terminó, que todo será como ellos esperan? Se siente intimidada por el vestido y la salsa, incluso por el Sr. Culp que da vueltas diciendo. –Lindo lugar tienes aquí ¿No es lindo, Chandry?
La televisión muestra a la gente a medida que llegan, parejas con varios títulos entrando a la iglesia en trajes y vestidos. Hay guardias aquí y allá, rodeando la iglesia. Pero por otro lado, todo es hermoso—flores adornando en todas partes, moños, alfombras rojas. Lyda acuna su cartera en su falda, Freedle asentado dentro.
Se siente enferma. Sí, por supuesto que quiere ser quien se case con Perdiz. Pero no de esta forma. No con tanta suntuosidad y grandeza, mientras sabe cómo la gente fuera araña la supervivencia básica. Le revuelve el estómago. Dice. –Creo que voy a tener que recostarme un rato.
-¿Qué? –Dice Chandry. -No, no ¡Todavía no llegó!
-¿Estamos esperando a alguien más?
Vienna dice. –Se supone que sea una sorpresa. –Rueda los ojos.
Lyda se alarma. -¿A quién esperamos?
-Déjame ver su progreso. -Chandry corre hacia la puerta delantera para hablarle a los guardias.
El Sr. Culp alza un porta velas vacío. -¡Me gusta! –Dice. -¡Muy bonito!
Lyda camina hacia Vienna. –Dime quién viene.
-No puedo.
-Por favor.
-¿No entiendes cómo funcionan las sorpresas? –Dice Vienna.
-No me gustan las sorpresas.
-¡Está viniendo! –Dice Chandry. -¡Ya!
La puerta está bien abierta, y los guardias están parados a los lados. Chandry retrocede un paso y abre una mano dramáticamente mientras la madre de Lyda aparece en el marco.
-¡Sra. Mertz! –Dice Chandry, medio orgullosa, medio aliviada.
La madre de Lyda se ve pequeña y desorientada. Se para allí y parpadea. Al principio le echa un vistazo al cuarto en rededor, incapaz de mirar a su hija. También era así en el centro de rehabilitación. De hecho, ese fue el último lugar donde la vio. Fue fría con Lyda, ocultándose detrás de su papel oficial como clínica. Pero ahora no está allí en ese rol. También lleva puesto un vestido—uno de los que usó para ir a la iglesia por años.
-¿Mamá? –Dice Lyda.
La aludida se acerca. Alza la vista hasta que finalmente se encuentra con los ojos de su hija, frunciendo los labios y tomando aire como si juntara fuerzas para algo—¿Qué espera? ¿Qué le dijeron? ¿Sabe que está embarazada? Lyda no sabe si se supone que debe abrazarla o no. Y su madre parece igualmente insegura. –Lyda, querida. –Dice suavemente.
Y la chica siente una corriente de amor que parece animarla. La extrañó más que lo que se dejó admitir. Deja la cartera con cuidado al final de una mesa, manteniendo a Freedle sano y salvo, y camina hacia su madre con rapidez, rodeándole el cuello con los brazos. La mujer se tensa pero después le palmea la espalda. –No pensé que vendrías a verme. Ni siquiera sabía si sabias que estaba aquí.
-Lo sé todo. –Dice su madre. Pero Lyda no está segura de con qué versión de
todo fue alimentada. Aprieta las manos de su madre. –Vamos a hablar, sólo las dos. –Dice Lyda y se gira hacia Chandry, el Sr. Culp y Vienna. -¿Les molesta si tenemos algo de privacidad?
-¡No, no! –Dice la madre de Lyda. -Está bien. No hay necesidad de interrumpir la reunión. –Camina hacia la televisión. –Va a ser un evento encantador que compartir. –Mira a su hija. –Y
aceptar.
Lyda siente como si la hubieran abofeteado. Le pitan los oídos. El cuarto del bebé. Quiere ir allí, sentir el peso de una lanza, la ceniza en su piel. Esas cosas son reales. La retribución de su madre está hecha siempre de aire. Ni siquiera puede ubicarla. Ni siquiera puede acusarla de algo en concreto.
Pero ahora Lyda sabe por qué está allí: para decirle que su relación con Perdiz terminó. Esta boda no es falsa. Va a mantenerse. No hay vuelta atrás—sólo aceptarla. Está aquí para ayudarle a admitir este final.
Lyda desea que esto sea sólo un sueño. Quiere despertar, jadeando por aire. Pero es real.
No puede hablar. Se estira y toma el respaldo de una silla.
-¿Vas a estar bien? –Dice Vienna. –No te ves bien.
-¡Está empezando! -Grita Chandry y se gira hacia la TV. Saca un pañuelo del bolso y se lo presiona a la mejilla. -¡Y allí viene ella! ¡O Dios!
-¡No se ve linda! –Dice el Sr. Culp.
Toda la pequeña familia Culp se acurruca frente a la pantalla brillante, con la madre de Lyda frente al Sr. Culp. Música orquestal suena con estridencia en la televisión. Lyda se imagina a Iralene en un largo vestido blanco, la audiencia levantándose.
Miran todos boquiabiertos la pantalla a excepción de la madre de Lyda, que mira a su hija ahora, contemplándola. –Ven y mira. –Dice.
Lyda sacude la cabeza.
Su madre dice, sin enojo en la voz—sólo resignación -Lyda, no seas terca. Esto es lo que debes hacer.
Lyda dice. –No, gracias.
Su madre camina hacia ella. –Lyda. –Dice suavemente. –Va a estar bien. Tú y el bebé. Todo. Estaré aquí para ti ahora. Este es mi nuevo rol.
-¿Es un concierto pago? ¿Cuánto te ofrecieron? –Dice Lyda cortante.
-¿Qué? Lyda, sabes que quiero estar aquí ¿En qué otro lugar del planeta desearía estar más que a tu lado? –Busca la mano de su hija, pero ella se aparta.
-Tengo Madres. –Dice Lyda. –Tengo tantas allí afuera que no te necesito ¿Me escuchas? No te necesito para nada. -Lyda se gira, toma su cartera—con Freedle a salvo dentro—y camina por el corredor.
-¡Lyda! ¡No lo hagas! –Grita su madre, corriendo tras ella.
Lyda abre la puerta del cuarto del bebé, pero antes de poder cerrarla, su madre mete su cuerpo en el marco. Ve la cuna quebrada, la pila de lanzas, la madera afilada, el cuchillo, el montón de libros de bebé rotos, el tazón de ceniza—todo perdido en los bloques flotantes proyectados por el pequeño orbe sentado en el centro de la habitación. –Mi Dios. Lyda.
-Vete. Esto es para mí. Para mí sola.
La Sra. Mertz mira a su hija a los ojos. -¿En qué te convertiste? –Su madre se tambalea hacia atrás, llegando y apoyándose en la pared, respirando con pesadez.
Lyda cierra la puerta con traba. Se desliza hacia abajo, presiona la espalda contra la entrada y se sienta en el suelo ¿En qué me convertí? Abre la cartera y saca el nido envuelto de la toalla de mano donde duerme Freedle.
-Freedle. –Susurra. -¿Cómo nos metimos en esto?
Los ojos de Freedle se abren con un parpadeo. Estira sus frágiles alas. Quiere escarbar por entre sus vestidos de maternidad y sacar su armadura. Quiere sentirse recubierta y protegida.
-¿Cómo volvemos a salir? –Dice.
Y entonces de pronto se le llena el pecho de rabia. Encuentra un borde en el costado de su vestido, lo toma en sus puños y desgarra la pollera hasta la altura de la cintura. Toma más fábrica y la rompe más y más hasta que está hecha jirones.
-Mis Madres. –Susurra. –Extraño a mis Madres.
PRESSIA
PUERTAS
Madre Hestra camina a Pressia hasta el perímetro del bosque. Allí, un par de Madres trabajan rápido. Habían sacado maquinaria de catapultas y cestas de granadas de arañas robóticas.
-Te cubrirán. –Dice Madre Hestra. –Es lo mejor que podemos hacer.
-¿Le advertiste? Las Fuerzas Especiales son ahora diferentes allí afuera. –Le dice una de las Madres a Madre Hestra.
-Lo sé. –Dice Pressia. –Los he visto.
-¿Los que se ven como Terrones? –Pregunta Madre Hestra.
Pressia sacude la cabeza. -¿Qué? ¿Como Terrones? ¿Cómo?
-No hay tiempo para explicar. Ya verás. –Dice una de las Madres, cargando una catapulta con una granada.
Las otras Madres se mueven a su alrededor. Explican qué va a pasar.
-Atacaremos desde aquí.
-Tú caminarás por el borde del bosque por allí.
-Y nosotras distraeremos.
-Bien. -Dice Pressia
Madre Hestra le entrega un cuchillo. –No creo que vaya a ser de mucho uso, pero al menos lo tendrás.
Pressia le agradece y lo desliza entre la cintura de su pantalón.
Madre Hestra se aleja de ella, vate la mano, y se gira para irse.
-Espera. –Dice Pressia.
Pero Madre Hestra comienza a correr en el bosque. Y, en un par de veloces zancadas, ella y su hijo desaparecen entre los árboles y arbustos. Idos. Pressia quería otro momento—un adiós más. Pero se da cuenta de que nada hubiera hecho esto más fácil. Le da un vistazo a la Cúpula y empieza a caminar por el límite del bosque. Sólo tiene que lograr que no le disparen en el camino, y entonces, con suerte, tendrá una oportunidad de decir quién es, su conexión con Perdiz y entrar—¿Cómo prisionera?
Su meta es ser llevada viva.
Escucha algo en el bosque—el crujido de hojas ¿La siguen las Madres? ¿No confían en ella? Podrían decidir en cualquier momento retirar la oferta y atacarla. Agiliza el paso. Podría ser una Alimaña o Fuerzas Especiales. Podría ser cualquiera, cualquier cosa. No debería correr, porque tiene que mantener el ritmo, pero ve algo—una figura trotando entre arbustos distantes. Empieza a correr, justo dentro de la línea de árboles. No puede exponerse—no hasta que las Madres hagan el primer tiro.
A través de las ramas que pasa, ve el movimiento de una silueta gris, después un cuerno retorcido. Finalmente, ve un claro y una oveja, quieta como una roca, mirándola con ojos hinchados. El animal tiene lana gris y cuernos largos y doblados que se curvan sobre su cabeza. Perdió a su rebaño, tal vez sea el último con vida. Le bala con una voz triste y desesperada como la del chico—el soldado—con el muñón en el brazo en la ciudad, muerto de un disparo. La oveja patea el suelo mojado como si estuviera haciendo una demanda. Una de sus pesuñas traseras está nudosa, casi inútil. Está demacrada, sus costillas resaltando. Muriéndose de hambre.
Camina hacia ella. Sus dientes sobresalen; su mandíbula está torcida. Bala de nuevo, mostrando una lengua azulada. Ella estira la mano. La oveja se acerca más para olerla. Pressia le toca el copete bajo la barbilla. –Está bien. –Susurra. La oveja le acaricia los dedos con el hocico.
Hermosa, sola, hambrienta. No puede ayudarla. Tampoco pudo salvar a Wilda. No está segura de poder salvarse a sí misma.
Y entonces hay una explosión. El animal levanta la cabeza y huye corriendo, brincando hacia la profundidad del bosque.
Es hora. Las Madres empezaron su bombardeo. Pressia camina hacia la tierra estéril y tiene que cruzarla y detenerse detrás de un árbol. Ve el humo y el polvo y ceniza elevarse de la primera granada. El aire neblinoso le proveerá cubierta.
Mira la cuesta frente a ella—en la cima, la Cúpula misma.
Y entonces la colina empieza a cambiar. Emergen cuerpos, cubiertos en tierra y ceniza ¿De dónde vienen? ¿Por cuánto tiempo estuvieron allí? Son chicos esbeltos, moviéndose atropelladamente hacia la explosión, y entonces, tan rápido como aparecieron, algunos desaparecen nuevamente, volviéndose uno con el suelo—completamente camuflados. Las Madres lanzan otra granada. Golpea el piso mojado y, segundos más tarde, explota. Los chicos le disparan al bosque, pero ella ni siquiera puede verlos. Ocasionalmente, la suciedad parece moverse, pero entonces nada.
Debe correr. Las Madres ya gastaron dos granadas. Escanea el suelo y parte corriendo. Como la oveja, piensa. Como la oveja que perdió al rebaño.
Las granadas, aunque lejos a su derecha, son ensordecedoras. Sueltan rachas de humo y ceniza. Una estalla y está segura de que no golpeó nada, pero entonces explosiona sangre y carne del suelo.
Su abuelo una vez le explicó sobre las minas terrestres, y es como si los chicos propios fueran ellas—minas terrestres siempre en movimiento.
Sigue corriendo tan rápido como puede, esperando a que si llega a la Cúpula tenga suficiente aliento en los pulmones para explicar quién es. Soy la hermana de Perdiz Willux. Díganle que Pressia está aquí. Pero entonces el piso desaparece debajo de sus pies, y cae en un pozo poco profundo.
La suciedad se abolla y cede y se desmorona a su alrededor mientras trata pararse.
Un codo.
Un brazo.
Una pistola cargada en el brazo apuntándole.
Un rostro recientemente cosido y cubierto de vidrio—tan nuevo que hay costras frescas cristalizadas alrededor de cada pieza. Es la cara de un chico. Tiene una nariz torcida y labios rojo oscuro, y cuando sonríe—¿Por qué sonríe?—ve la peor parte. Sigue usando frenos—aunque cubiertos de tierra.
Soy la hermana de Perdiz Willux. Díganle que Pressia está aquí. Piensa en estas palabras, pero se da cuenta que no las está diciendo. El viento es duro. El aire, espeso. La cara del chico—su sonrisa—aparece entre franjas de humo.
-Tengo una. Tengo una. –Dice en un susurro bajo. –Tengo una. –Es como si estuviera tan orgulloso de sí mismo en este momento que quiere disfrutarlo. Matarla lo acabaría muy rápido. Él mira a su alrededor y dice en voz más alta. -¡Tengo una! –Busca algún testigo ¿Cuál es el punto de matarla si nadie lo ve?
Ella tose y finalmente escupe. –Soy la hermana de Perdiz Willux.
Su rostro se contrae. No entiende.
-No me mates. Llévame dentro. Llévame con Perdiz. Soy su Hermana.
Él sacude la cabeza. –Sin hermana. –Dice. –Sin hija.
Y tiene razón, por supuesto. Nadie en la Cúpula sabe que la esposa de
Willux tuvo un bebé fuera extramatrimonial, mucho menos una niña llamada Pressia.
-Soy su media hermana. –Dice volviéndolo a intentar. –Por favor. Llévame como prisionera.
-No hay prisioneros. –Dice él. -¡No hay prisioneros! –Le sacude la boca de la pistola debajo del mentón.
-Este es un error. –Dice Pressia, tragando con fuerza. –No lo hagas.
Él se suaviza por sólo un minuto, observando su rostro. Pero entonces sus ojos ven la cabeza de muñeca y sabe que es una Miserable como todo el resto—¿Y no lo es él también parte? Sonríe de nuevo. Va a disfrutar matándola. Ella cierra los ojos, esperando el golpe.
Pero entonces el chico ya no está, su cuerpo fue golpeado contra el suelo por alguien mucho más grande y ancho.
Primero ve la prótesis doblada de metal, y después la cara de Hastings.
¡Vino por ella! No lo quería, pero demonios—le alegra que lo haya hecho.
Él golpea al soldado contra el suelo con su prótesis—esta vez con tanta fuerza que está segura de que se le va a romper. Pero no lo hace. Él le toma la mano y dice. –Déjame llevarte adentro.
-Saben que te cambiaste de bando ¿o no? Serás visto como un traidor.
-Te estoy llevando. –Dice él, agarra su brazo y la empuja contra su pecho. La sostiene con tanta fuerza que ella apenas puede respirar.
Corre cojeando pero rápido. El suelo sigue explotando. El aire está viciado con tierra y muerte.
Y, finalmente, Pressia ve el blanco de la Cúpula frente a ellos ¿Cómo se mantiene así con todo este hollín oscuro? Le dice que pare. –Déjame bajar ¡Yo hare el resto del camino!
Hastings no la escucha.
Retuerce la cabeza de muñeca hasta soltarla y golpea tan fuerte como puede. Él no se inmuta. Intenta un par de veces más. Nada.
Finalmente, encuentra la carne de sus bíceps y después la piel más fina en su antebrazo y lo muerde tan fuerte como puede. Saborea sangre.
Él se dobla y la suelta.
-Gracias. –Dice ella sin aliento.
Él se frota el bíceps interior. Su mano sale manchada con sangre.
Ella se gira hacia la Cúpula.
-Sigue derecho. –Dice él. –Y te encontrarás con la primera serie de puertas.
Ella asiente y lo mira. –Dile a Il Capitano y Helmud, dile a Bradwell… -Se atraganta con el nombre del chico.
-¿Qué?
-Diles que llegué hasta aquí. –Se gira y empieza a correr. El suelo sisea por el viento.
A veces tumultos de tierra se alzan, desparraman y desaparecen. Puede ver la puerta justo adelante, como Hastings le dijo. Acelera, pero entonces se le traba el pie en el suelo y cae. Se gira para ver con qué tropezó. Pelo color mate—una cabeza saliendo del piso. Una mano se estira y le atrapa el tobillo. Pressia lo golpea con el talón de la bota mientras busca su cuchillo. Se estira hacia delante, le clava la hoja en la muñeca. Sus dedos se flexionan. Empuja la rodilla hacia el pecho. La cabeza se alza y hay un rostro. Dos ojos brillantes. Una fila de dientes.
Se levanta y corre hacia la puerta mientras el soldado suelta su sangrienta muñeca. Alza ambos puños y golpea la puerta. Quiere entrar. -¡Ayuda! –Grita. -¡Ayúdenme! ¡Déjenme entrar! -Le duelen los nudillos pero sigue golpeando—con fuerza y rapidez.
El soldado está de pie, y se le acerca atropelladamente. Ella está sin aliento. Trata de aplastarse contra la puerta.
Y entonces escucha un clic—un pop como si se hubiera roto un sello. La puerta cede. El aire dentro es frío y limpio.
Un uniforme. Un guardia.
Dice por encima del viento. –Soy la media-hermana de Perdiz Willux.
Una voz de hombre dice. –Sabemos quién eres. –Le agarra la muñeca y la empuja contra la corriente de viento.
Ella ve al soldado una última vez, su mano sangrienta y flácida.
El guardia cierra la puerta. Está armado y tiene una mano en el mango de su pistola—aun sin sacar, pero preparada.
Está en una cámara, silenciosa y calmada, encerrada entre dos puertas—una hacia el exterior y una hacia el interior de la Cúpula.

Por primera vez en su vida, Pressia está dentro.

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