PERDIZ
CONTAGIO
Perdiz siente el cambio tan
pronto como sale a la calle. Todo es diferente. El aire está cargado, de una
forma que nunca lo había sentido antes, del sonido de voces amortiguadas detrás
de las ventanas de los departamentos. La mayoría de las ventanas de la Cúpula
están selladas—los edificios tienen la temperatura controlada ¿Para qué abrir
una ventana jamás? Francamente, sólo invita a la gente a saltar, y el número de
suicidios ya es lo suficientemente alto. Aun así, puede oír a la gente gritar—en
silencio, sí, pero en todas partes al mismo tiempo. Y Perdiz sabe porqué. Les
arrebató de su mentira—la que les permitía funcionar en el mundo que los rodea.
Si les arrebatas su mentira, se
auto-destruirán, Foresteed le había advertido ¿Era verdad? ¿O están
enojados con él? Seguro, las células durmientes, Cygnus, habrán visto la trasmisión
y estarán regocijándose ¿Alguno de estos sonidos podía ser de alegría, verdad?
Mientras gira en la esquina, Beckley y los otros guardias le
siguen el paso, rodeándolo. -¿A dónde vas? -Pregunta Beckley.
-A lo de Lyda. –Responde Perdiz. –Necesito verla.
-Creo que esa es una mala idea.
Perdiz se saca la corbata del cuello. La hace una bola y se la
mete en el bolsillo de su saco.
-Si quisiera tu opinión te la pediría.
Pasan Smokey’s, el restaurante. Algunas personas se debieron de
haber reunido allí para comer el almuerzo y mirar la trasmisión todos juntos. Alguien
lo localiza por la ventana y grita. -¡Allí está! ¡Justo allí!
A Perdiz no le gusta el tono hostil. Él y los guardias mantienen
un paso rápido, pero la gente sale por las puertas doble de Smokey’s y los
siguen.
-¿Por qué vienen a por mí? ¿Qué esperan que pase ahora?
-Tú eres el que los llamó ganado, -Dice Beckley.
Uno de los guardias más jóvenes dice, -Voy a pedir apoyo. –Saca su
radio de doble sentido y da el nombre de un cruce próximo.
-¿Apoyo? Estamos bien. –Dice Perdiz, tratando de reír. –Es sólo
gente que acaba de almorzar.
La pequeña multitud había llamado la atención de otros saliendo de
tiendas: un salón de té, un gimnasio, un banco.
Un cajero detrás de una ventana con barrotes lo mira. La mayoría
está en silencio, como si esperaran otro discurso. Pero unos pocos lo llaman
por su nombre.
-Sigue caminando, -Dice con calma Beckley.
-¿En serio? ¿Sólo ignorarlos? –Dice Perdiz.
-Sí –Dice Beckley con firmeza.
Perdiz para. Piensa en hacer nada, pero no se siente como una
opción real. Se da la vuelta y levanta las manos.
La multitud también se detiene. Algunos se giran y se van, pero la
mayoría se congela. –No estoy seguro de que quieran, pero di mi discurso. No
daré otro hoy.
Se giran para mirarse mutuamente como esperando a que otro hable
primero. Finalmente, una madre joven cargando un bebé dice. –Perdiz, ¿Qué
deberíamos hacer?
-¿Sobre qué? ¿La verdad? –Dice Perdiz. –Pueden tratar de aceptarla.
Un hombre con un traje gris oscuro dice, -¡Di que no es verdad!
-Movámonos, -Dice Beckley en voz baja.
Perdiz mira el hombre del traje gris. –Lo dicho es la verdad. No
me voy a retractar. De hecho, nos voy a guiar hacia el futuro con ella.
-Pero somos Puros. –Dice una mujer más vieja, pegándose un libro
de bolsillo de crochet al pecho. –Esa es la verdad. Somos Puros. Nos merecemos lo que tenemos.
La mujer del bebé dice, -Dios nos ama. Es por eso que estamos aquí.
-Sí, -Dice Perdiz. –Pero…
Otro hombre se adelanta. Tiene una panza gruesa y carrillos anchos.
Lleva puesto un traje oscuro con un pin con la cara de Willux en él, como si el
padre de Perdiz estuviera en alguna clase de reelección. –Llamaste a tu padre
un asesino, pequeño gamberro. –Escupe a Perdiz, aterrizando una mancha blanca
cerca de los zapatos de este último, y el grupo repentinamente parece que lo
fueran a atacar.
Los guardias se mueven rápidamente. Uno golpea al hombre en el estómago
con la base del rifle y lo hace caer en cuatro patas, jadeando.
-¡Paren! –Dice Perdiz.
-Déjalos hacer su trabajo. -Dice Beckley.
El otro guardia golpea al hombre con la pistola en la espalda.
Perdiz nota que seguramente están codificados para hacerle esto a cualquier agresor.
La mayoría de la gente se gira y aleja con velocidad, devuelta
hacia las tiendas, bajando el callejón. Pero algunos no se mueven.
El hombre en el suelo, ahora sobre su lado, mira a Perdiz,
desafiante. Tiene el labio partido; empieza a toser, manchando el piso con
sangre. Uno de los guardias le pone los brazos en la espalda y se los esposa
con ataduras de plástico muy apretadas. Dos guardias lo levantan. Sus dientes
están teñidos de rojo.
Beckley saca su pistola, con dos manos, firme, y la nivela hacia
los que quedan. –Les estamos pidiendo que se dispersen. Por favor, háganlo
ahora.
El resto se larga.
-Vamos. –Dice Beckley.
Perdiz sacude la cabeza. No puede creer lo que acaba de suceder. –No
quiero que la gente se calle así, -Dice. –Quiero que sean capaz de expresarse, incluso
si no están de acuerdo conmigo.
-No hay mucho que puedas hacer sobre eso. -Dice Beckley.
Una mujer en un mono blanco con un balde camina hacia allí, se
arrodilla y, sin una palabra, frota la sangre del hombre del piso, dejando una
mancha blanca de lavandina. Perdiz piensa en Bradwell. Sus lecciones en Historia
Eclipsada—que tan rápido se limpia la verdad.
Entonces un auto estaciona frente a ellos—no un carrito de golf
como usa la mayoría de la gente, sino un sedán azul marino. Tiene la puerta
abierta. Un nuevo grupo de guardias sale, flanquea a Perdiz y lo guían al auto.
-Llévenme a lo de Lyda. –Dice Perdiz cuando se sienta en el
asiento trasero, acuñado entre dos hombres de hombros anchos.
-¿Piensas que esto es un taxi? -Dice Beckley desde el asiento
delantero.
Puertas cerradas. El auto sale disparado hacia adelante,
sacudiéndose en una curva y atravesando el parque público, por sobre el suave
césped y pasando árboles falsos.
-¿A dónde me llevan?
-Estamos bajo el protocolo de clausura. Te vas a la cámara de
guerra.
-¿La cámara de guerra?
-Tu padre solía tener una facilidad segura en la Cúpula, -Le
explica Beckley. –Esa es la cámara de guerra.
-¿Realmente piensas que la gente está tan enojada? ¿Piensas que
son peligrosos?
Beckley mantiene los ojos al frente. –Te olvidas que esta es la
gente que abrió su camino hacia la Cúpula a codazos, señor. En lo profundo,
nada dulce sobre ellos.
Uno de los guardias hace un sonido parecido a un suave balar. -Baa,
baa, baa. –Tan bajo que Perdiz ni siquiera está seguro de haberlo escuchado ¿Se
lo imaginó o alguno de ellos se está riendo de su discurso—de cómo los llamó
ganado?
-¿Quién tiene acceso a este cuarto? –Dice Perdiz bruscamente, tratando
de mantener su dignidad.
-Tu padre sostenía reuniones aquí, pero dentro hay una cámara sólo
para él. El lugar más seguro de la Cúpula. Fue rediseñado para que sólo tú
puedas entrar ahora—escáner de retinas, huellas.
-Una cámara de guerra, -Dice Perdiz. –¿Mi viejo tenía un cuarto de
guerra con una habitación sólo para él?
-Y ahora tú tienes
una, -Dice Beckley.
-Una herencia real a la antigua usanza, -Dice Perdiz. Ve la cara
de su padre justo antes de morir, sus ojos abiertos al darse cuenta de que lo
estaba matando. –¿Por qué no escuché sobre esto antes? ¿Un cuarto sólo para él? Si hubiera habido un ataque, ¿iba a ir por mí o
simplemente me dejaría en la academia?
Beckley no dice nada. O no lo sabe o no quiere decirle la verdad.
Perdiz recuerda sus vacaciones de invierno con los Hollenback. Si
los supervivientes se hubieran alzado y atacado, ¿es con ellos con quienes
hubiera muerto? –Quiero que Lyda Mertz se capaz de entrar también. Rediséñenla.
-¿Lyda Mertz? ¿Seguro, señor? –Preguntó uno de los guardias.
-Completamente –Es la única persona en la que puede confiar
realmente. Si algo le pasara a él, ella podría todavía entrar. No tundra un
cuarto al que sólo él pueda acceder. No será esa persona. –Hagan que alguien
traiga a Lyda a la cámara. Debo verla.
-Sí, señor. -Dice Beckley.
Salieron por el otro lado del parque. La gente estaba en la calles.
Algunos erraban sin un destino fijo. Otros cargaban contra las multitudes como
si buscando a alguien perdido. Gritaban y lloraban. Una mujer se quedó inmóvil,
lágrimas le rodaban por la cara.
Un par de peleas se habían desencadenado. Una mujer agarra a otra
por el brazo, torciendo su piel desnuda. Dos hombres jóvenes se aporrean en el
suelo.
-Con suerte se cansarán, -Dice Beckley.
Perdiz no está seguro. Habían sostenido un montón de culpa e ira por
mucho tiempo. –¿Qué pasa si es sólo el comienzo? –Algunos guardias trotan
apretados por una calleja en una formación. Más aparecen del otro lado de la
calle. –No quiero que se ponga sangriento, -Dice Perdiz.
-¿Realmente pensaste que podrías hacer lo que hiciste sin derramar
sangre? –Dice Beckley.
-Quiero paz, Beckley. Esa es mi meta. Adentro y afuera.
-Y eso usualmente se paga con sangre, -Dice Beckley.
Perdiz reconoce algunas de las caras aquí y allá—a nadie que pueda
nombrar, pues no hay tantas caras en la Cúpula. Circulan y se vuelven
familiares. Pero tal vez le es difícil ubicarlas porque se ven diferentes—desesperadas,
perdidas, indefensas.
Unas pocas personas ven el largo auto negro y asumen que hay
alguien importante dentro, así que lo siguen corriendo una o dos cuadras,
haciendo gestos con locura y enojo. Un chico es rápido. Salta sobre el baúl y
lo golpea con el puño. –¡Baja la velocidad! ¡Hay un niño sobre el auto! –Dice Perdiz.
-¿Quieres que entre? –Pregunta el conductor.
-¡Dije que más lento!
El conductor baja la velocidad pero colea lo suficiente para que
el chico caiga hacia atrás sobre el suelo, sorprendido.
Perdiz mira por la ventana tintada—el niño, sobre su espalda,
golpea el piso, mientras el resto corre y grita y alborota. En medio del caos,
hay un hombre viejo con corbata en el centro la calle. Perdiz lo conoce. Tommy.
Es todo lo que tiene—un primer nombre. Tommy era el barbero de su padre. Se
había vestido para la trasmisión. Tenía su abrigo deportivo doblado sobre su
brazo. Su barbilla contra el pecho, se frota los ojos ¿Está llorando? Después se
tambalea y mira hacia arriba, como queriendo ver el cielo.
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