LYDA
DIESCISIETE
-No llevaremos el auto, -Dice
Beckley. –Eso llamaría más la atención de lo que lo vale. Ya es pasado el toque
de queda. Debería de ser más seguro simplemente caminar hacia allí.
Beckley y otro guardia están a cada lado de Lyda y Perdiz. Caminan
por el corredor hacia los ascensores.
-¿Cuántos perdimos? –Pregunta Lyda.
-Únicamente en la última hora, diecisiete. –Dice Beckley. –La
buena noticia es que otros intentos no fueron exitosos.
-¿Podemos vigilar a la gente? –Pregunta Perdiz.
Entran a un elevador. Las puertas se cierran y en un borrón gris
se reflejan los rostros de Lyda y Perdiz. A ella no le gusta cómo ambos se ven
pálidos, asustados. Más que nada, le sorprende cuan jóvenes se ven. La idea de
la cámara de guerra hizo parecer poderoso a Perdiz; la realidad era algo más en
conjunto. Ahora, se ve flacucho, y ella está tomando su mano—no románticamente;
está asustada. No le gusta ese sentimiento. No hace mucho, estaba fuera en lo salvaje,
era una cazadora ¿La Cúpula ya la había hecho más débil y asustadiza? Se suelta
de él y cruza los brazos como si tuviera frío.
-¿Quién vigilaría? –Dice Beckley, claramente frustrado. -¿Quién es
estable? ¿Quién no? Es imposible de decir.
Salen del ascensor y pronto están de vuelta en las calles, que
están vacías, exceptuando a los guardias apostados cada cien metros y así.
-Ley marcial. –Dice Beckley. –Por ahora.
-¿Nos llevas a lo de Lyda?
Beckley suspira. –Sólo por esta noche. Luego te llevaremos a otra
locación. Tenemos cosas sobre las que hablar.
-¿Cómo lo están haciendo? -Pregunta Lyda.
-Hay más pistolas allí afuera que antes. -Dice Beckley. –Hay
almacenes de armas en ciertas locaciones de la Cúpula, en caso de un ataque
desde el exterior. Algunos fueron saqueados.
Lyda piensa en Sedge. Así fue como supuestamente se había
suicidado—una herida de bala auto-infringida. Pero, por supuesto sabe que
Perdiz debe de estar pensando en la muerte real de su hermano—su cabeza
explotando al inclinarse su madre para besarlo. Ella no había sido capaz de
sacudir la mancha de la imagen; nunca lo haría. Perdiz le contó en vísperas de
navidad cómo se sintió en ese momento—la explosión de sangre y como todo se
volvió silencioso, incluso el sonido de sus propios gritos. Estaba furioso y
aturdido.
-Otros se cortan las muñecas en baños calientes y se desangran.
–Dice Beckley. –Unos pocos lograron llegar a las azoteas. Algunos pudieron ser
atrapados a tiempo.
-¿Y dónde están ahora—aquellos que fueron atrapados a tiempo?
–Pregunta Lyda, aunque teme saber la respuesta.
-El centro de rehabilitación ya estaba lleno. Pronto va a estar
inundado si esto sigue escalando. –Dice Beckley.
-Ese lugar sólo logra hacerte querer suicidar con más ganas. –Dice
Lyda. Las paredes blancas, el sol falso, los pequeños vasos de agua de cartón y
las píldoras. –Es horrible. Es una forma de castigo.
Toman uno de los elevadores reservados para la elite que se mueve
entre los niveles de la Cúpula.
De nuevo, allí está su reflejo. Una triste pareja. Miran derecho
hacia adelante. Piensa en algunas de las imágenes del Sr. y la Sra. Willux en
el suelo del cuarto de la cámara de guerra—tan frecuentemente vestidos
regiamente, mirando a la cámara con sonrisas forzadas. Y siente un estanque de
tristeza al pensar en las otras fotos—una madre, sus hijos, una familia que una
vez fue, pero que ya no más. Todos eran tan dolorosamente hermosos, tan jóvenes—soplando
las velas de tortas de cumpleaños, cabalgando caballos pintados en la calesita,
saludando desde puertos con equipos de pesca. Es una vida que ella, Perdiz y su
hijo no tendrán—no aquí, en la Cúpula, ni afuera.
-Tal vez sólo es la primera reacción. –Dice Perdiz. –Con suerte la
gente se calmará. Quizás necesiten tiempo.
-No sé. No sólo perdimos personas, sus familias y amigos están
enojados por las pérdidas. –Dice Beckley. –Y los suicidios se sumarán a su
propia ira subyacente.
-Pero una rebelión enojada no sería algo malo. –Dice Lyda. –Si
realmente están procesando lo que pasó.
-La gente de la Cúpula no es rebelde por naturaleza. Es como
llegaron aquí, Perdiz. Tú mismo lo dijiste. –Dice Beckley. –Son ganado.
-¿Qué quieren? –Pregunta Perdiz.
-Quieren restaurar el estatus quo.
-Solamente pueden rebelarse contra ellos mismos. –Dice Lyda.
–Aquí, el suicidio solamente es socialmente aceptable de la ira, odio y
desesperación.
Beckley le dice a Perdiz. –Debes sofocarlo.
-¿Cómo? –Dice Perdiz. –Dije la verdad. Eso tiene que servir.
-Debes darles un poco. –Dice Beckley.
-No voy a retractarme en lo que dije. –Beckley saca su walkie-talkie
y le pregunta a alguien si los monorrieles fueron despejados. La voz del otro
lado le responde que un par más de trenes tienen que volver a la estación, pero
que están cerca.
-Mantenlos corriendo. –Dice Beckley. –Hasta que de la palabra.
Salen del elevador hacia otra plataforma de monorriel.
Beckley le dice al otro guardia que se aleje, asegurándose de que
ningún pasajero extraviado los haya seguido.
Caminan a través de los túneles con eco en silencio. Adelante, a
la distancia, escuchan el gimoteo de sirenas—una sobreponiéndose a la
siguiente, taladrando el aire nocturno.
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